Por Roberto García |
Tensos, estaban el presunto mago Miguel Galuccio, quien no
consiguió una moneda ni un socio para YPF y cuyos planes de autoabastecimiento
se parecen más a una inundación que a un ejercicio de recuperación petrolera;
el intrigante Julio De Vido, que sólo repite “yo ya lo había dicho” mientras se
postula para jefe de Gabinete; el experimental y decepcionante Axel Kicillof,
que no sabe cómo se enchufan los acondicionadores de aire, y el ahora cada vez
más deprimido y afónico Guillermo Moreno, un as de cartón según el tango.
Cumbre entonces de un cuarteto de estrellas devaluadas –más otras de menor
rango– que, trasladando responsabilidades y utilizando los medios amigos para
difamarse, han horadado fiscalmente al país por las necesidades de importación
de fluidos y, lo que es peor, no ofrecen certezas para impedir el advenimiento
de nuevas catástrofes (para colmo, sigue sin agua el Comahue y las turbinas de
Yacyretá manifiestan problemas). Se puede entender lo del maquillaje perpetuo
en una mujer estéticamente orgullosa de su figura, no tanto su persistente
orfandad para esquivar los colapsos energéticos.
Hablan de enroques, de modificaciones, de la creación de un
ministerio específico y hasta de una reversión en la política con España –ya
anticipada en Madrid por los funcionarios peninsulares– que, luego de los
desaires tras la nacionalización de YPF, ahora ingresaría en un capítulo de
prudente negociación para facilitar el llamado a inversores. “Estamos de
acuerdo en buscar un acuerdo”, le habrían confiado en lenguaje alambicado al
embajador Carlos Bettini, sorprendido y hasta hace quince días algo deshauciado
para penetrar la cerrazón cristinista, quizá porque algunos lo imaginan más
representante de la Corona ante Buenos Aires que de Buenos Aires ante el
gobierno de Mariano Rajoy (con quien, trascendió, la Presidenta tuvo
extrañamente un amable diálogo luego de desertar de una convocatoria hispana en
Cádiz por “razones de salud” y, quizá, para no tropezar con Antoni Brufau. Pero
nadie aún sabe si la buena onda con España en materia de comunicaciones,
sancionada en la última conferencia de prensa de Martín Sabbatella a favor de
Telefónica –y ruidosamente festejada por la empresa luego del breve paso por la
Capital del titular de la compañía, César Alierta–, se extenderá finalmente a
la petrolera Repsol, cuya apropiación al menos hoy es parcialmente revisada en
la cabeza del oficialismo, lo que no quiere decir que haya arrepentimiento.
Ya que en apariencia, más allá de reuniones urgentes y
angustiosas en Olivos, al Gobierno lo inquieta mucho más lo que realizará el 7D
contra Clarín que el hundimiento de la estructura energética en todo el país.
Como si la prioridad argentina pasara por una porción del mercado mediático y
su influencia consecuente y fuese, claro, más vital que eventuales cortes de
luz, el desabastecimiento industrial o el pago contante y sonante por energía
importada que la Nación podría producir. No en vano, para avalar este juicio,
se citó para el martes próximo a los embajadores acreditados en el país –a los
mismos que la mandataria y su extinto marido no recibieron nunca en la
presentación de cartas credenciales– con el objetivo de explicarles la
naturaleza de la Ley de Medios, la fecha tope de diciembre, su aplicación y las
decisiones traumáticas a ejecutarse desde ese día que, según la versión
oficial, para nada implican una restricción al ejercicio de la libertad de
prensa. Curiosa esta convocatoria de Héctor Timerman como intermediario de
Cristina: no reconoce antecedentes y le otorga, por su excepcionalidad, una
magnitud novedosa como medida oficial. A nadie se le ocurrió que una llamada de
esas características, más que hablar sobre tele, radios y periodistas
disolventes, convendría hacerla sobre el dramático agujero negro de gas,
electricidad y petróleo. O sobre la inflación o el eventual default técnico que
puede afectar al país en los próximos días por decisión de un juez
norteamericano.
Pero no es casual este pensamiento de clase media sobre la
importancia de cualquier acto individual, de alguien que se reconoce en ese
sector (aunque su patrimonio podría desmentirlo) y que obtuvo 54% de los votos,
el año pasado, gracias al apoyo de esa franja. Compite, claro, con quien domina
el reino comunicacional de la clase media, sea con el matutino más vendido o la
red de medios que apuntan en la misma dirección. Son ciertamente iguales, de
ahí que antes fueran íntimos, socios. Y en la batalla del 7D, para cerrar una
nota con semejanzas históricas, también priva reiterar un recuerdo: en el siglo
pasado, los dos jefes más populares de la política, Yirigoyen y Perón,
creadores a su modo de la clase media, se distinguieron por caminos diferentes
para cautivar a ese bloque social: uno por la mudez, el silencio, el
retraimiento, la falta de discursos –ni cuartillas pueden hacerse con los
testimonios públicos del radical–, mientras el otro privilegió la exagerada
utilización oral, la apelación constante a exhibirse en el balcón, nutriente de
enciclopedias personales con sus mensajes, casi un charlatán si uno no se
refiere a los contenidos. En esta parte del XXI, a su vez, se repite por otras
razones la distinción de otras dos partes que a su modo seducen o sedujeron a
la clase media: uno, Héctor Magnetto, zar del Grupo Clarín, no puede hablar por
una operación y, si lo hace, se vuelve tortuosa la comprensión, está
inhabilitado para la aparición pública; mientras la otra, Cristina, star
exclusiva de la cadena oficial, se excede en las actuaciones y agobia con una
catilinaria que en honor a su narcisismo convierte en sagrada la palabra y en
histórico un simple buenos días.
© Perfil
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