sábado, 6 de octubre de 2012

Vicios autoritarios

Por Roberto García
Discriminatoria y desafortunada, aunque tal vez medianamente aproximada, fue la descalificación que les atribuyó el Gobierno a los miles de convocados que marcharon contra la re-reelección de Cristina de Kirchner el pasado l3 de septiembre. Como si fueran Dior o Lagerfeld, desde el poder llovieron opiniones sobre las vestimentas de esa clase media execrable que se reconoce en Miami y no en Tucumán. Llovieron juicios insultantes de precoces voceros pagos, algún cantante popular y, hace pocos días, se atrevió hasta un culterano que pasó del dasein a macarrónicas consideraciones estéticas sobre el odio, sea masculino o femenino. Como si el fascismo fuera una cuestión de género. Ni Heidegger, cuando sólo se interesaba en ver fútbol y conocer la formación de los equipos en Alemania, se tropezó con ese gagaísmo.

Aludían esos intelectuales –en su versión primaria y bien repetida por los imberbes o por los imberbes que no buscan alimentos y se nutren sólo con lo que les vuelcan en la boca– a la diferencia entre esos manifestantes urbanos y pudientes, alojados en un indeseable rincón de la sociedad, frente a los desposeídos, humildes y mal entrazados que se reparten por todo el país, la Argentina profunda, que el escudo de la Casa Rosada dice proteger. Para ponerlo en colores, y como si uno fuera un devoto de Courrèges, una minoría blanca y una mayoría negra, entendiendo por ésta a los negritos, a mis negritos, como diría Eva.

Ocurre que en menos de un mes los negritos también se rebelan, protestan como los blanquinosos. ¿O son de colección francesa los modelos de la Prefectura y de la Gendarmería, los suboficiales que progresivamente y en masa se amotinaron para pedir una reparación en el faltante de sus salarios? Son los mismos hijos de los cuales Evita creyó apropiarse con la generosidad del Estado, a los que seguramente dignificó y a los cuales el gobierno actual educó para una función determinada, en el río o en la frontera, y los terminó desviando para que controlaran el asfalto o les pidieran documentos a los automovilistas. Mudos, discretos, aceptaron esas nuevas funciones, esa dilapidación de dinero y responsabilidad (como poner a Maradona de arquero en el equipo del barrio) mientras parecían convertirse en el baluarte armado (por equipamiento y cantidad de elementos nuevos) elegido por el Gobierno por si una eventualidad calamitosa lo desbordara. En lugar, claro, de las decadentes tres fuerzas –Ejército, Armada y Aeronáutica– a las cuales se les desconfía por nefastos acontecimientos que empezaron en 1930.

Pero en lugar de engendrar generales o almirantes golpistas, han producido inocentes y tozudos sindicalistas que ni saben de modelos perversos y antidemocráticos, como lo fue, por ejemplo, en el subdesarrollo caribeño, la experiencia de Fulgencio Batista con sus subalternos. En lugar de admitir que la humanidad aprende a convivir –una lectura de Norbert Elias no le viene mal a nadie, ya que hoy aludimos a los alemanes–, incluyendo a los militares, el Gobierno se dejó arrastrar por añosos miedos y peores vicios autoritarios. Curioso que así ocurra con quienes enarbolan progresismo.

Eran, Gendarmería y Prefectura, un nuevo poder al cual se adornaba falsamente con ingresos no retributivos –una metáfora para no decir que el Estado es negrero–, los cuales casi inopinadamente se decidió recortarles como si los beneficiarios fueran gordos burgueses de la sociedad blanca, bien vestidos, tapados en dólares, regodeándose en esta tierra sin inflación.

Ante la queja, fue siniestro el intento por inculpar al periodismo concentrado o a un contador general por la baja salarial cuando es público que de la Presidenta (advertida por su ministro Puricelli y el secretario de Seguridad Berni) hacia abajo todos conocían la afeitada obligada en los haberes por un dictamen de la Corte Suprema relativo al blanqueo de los ingresos (en rigor, un segundo forzado dictamen –caso Zanotti– ya que el primero –caso Salas– la Casa Rosada se negó a aplicarlo porque suponía mayores podas). O, no menos sórdido, desflorar a la cúpula de las fuerzas como culpables de la insubordinación cuando, también es público, fueron esos jerarcas dóciles entrenados con todos los ritos y relatos del oficialismo los que cumplieron un seguidismo extremo. Salvo que, a la hora de comer, alquilar o mandar a los chicos al colegio, la disciplina o subordinación se tornen menos prioritarias en los sectores menos favorecidos.

Le toca a Sergio Berni empalmar, corregir y dar –sobre todo, dar– en la cadena de suboficiales indignados. Una responsabilidad que su presunta mandante (Nilda Garré) no supo exhibir y que al geronte Puricelli nadie le quiere conceder (ya supo entregarse a las protestas con una irregularidad: no descontar la mitad de la obra social al sector castrense). Otra vez, como en el Indoamericano y en las represiones de impacto mínimo, aparece este Berni, teniente coronel con licencia, médico, terrateniente, poco afecto al folclore izquierdista, cercano a Alicia Kirchner, apasionado por sus tareas tanto como para abandonar otras pasiones, casi un delfín a tomar en cuenta entre los cercanos a la Presidenta.

Raro y paradójico que el protagonismo le toque a un militar en este gobierno, pero en los peronistas –y aun entre kirchneristas– siempre hay una debilidad sentimental con los herederos gremiales del General.

© Perfil

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