domingo, 26 de agosto de 2012

Entre la re-re y el abismo

Por James Neilson (*)
Los funcionarios y legisladores argentinos hablan con fluidez envidiable el lenguaje propio de la democracia occidental, pero a menudo la cultura política del país parece tener mucho más en común con aquella del Oriente Medio que con la europea o norteamericana. Por cierto, a esta altura sería difícil negar que las instituciones locales son, como las que se han improvisado en muchos países árabes, Irán y Pakistán, a lo sumo copias burdas de las existentes en el mundo desarrollado. Son cáscaras vacías cuya función principal es decorativa.

Asimismo, casi todos los partidos o facciones están al servicio de personas determinadas que, si les es dado hacerlo, se las arreglan para aprovechar las oportunidades suministradas por el poder para ubicar a sus familiares y amigos en puestos clave o, por lo menos, lucrativos, como hacen sus homólogos en el mundo musulmán. Operan como clanes, cuando no como organizaciones mafiosas. El sistema resultante, enfermo como está de nepotismo y amiguismo, es congénitamente corrupto.

Una consecuencia de esta realidad deprimente es que los mandatarios se sienten obligados a procurar eternizarse en el poder. Aun cuando por algún motivo el jefe máximo de turno quisiera respetar los límites constitucionales, la horda de dependientes que lo rodean tratarán de convencerlo de que es imprescindible, que es un estadista de dimensiones gigantescas y que si se le ocurriera abandonar la Casa Rosada, el país se hundiría en el caos, de ahí el fantasioso “tercer movimiento histórico” que en su momento sedujo a los seguidores más entusiastas del radical Raúl Alfonsín.

En cierto modo, la prédica de los incondicionales del líder “carismático” coyuntural es realista: por ser tan raquíticas las instituciones, en especial las encargadas de impedir que integrantes del Gobierno cometan demasiadas transgresiones, al país le es muy difícil funcionar de manera aceptable en los intervalos esporádicos que se dan entre el ocaso de un líder providencial y la consagración de su sucesor. Sin un gobierno “fuerte”, lo que por lo general quiere decir arbitrario, todo se viene abajo con rapidez desconcertante.

Fue merced a su capacidad para proyectar una impresión de firmeza rencorosa ensañándose con una serie de chivos expiatorios, que Néstor Kirchner logró “construir poder” en un lapso muy breve; días después de ser elegido presidente con apenas el 22 por ciento de los votos, la proporción más baja de la historia del país, el hasta entonces apenas conocido patagónico gozaría de un índice de aprobación asombrosamente alto, hazaña que muchos festejaron por significar, a su juicio, la restauración de la autoridad presidencial.

Por ser la cultura política nacional tan caudillista, es decir, tan personalista, siempre fue de prever que, ya antes de confirmarse el triunfo aplastante de Cristina en las elecciones de octubre pasado, tanto ella como los miembros de su estrecho círculo áulico se pondrían a pensar en la re-reelección. La verdad es que no tenían más alternativa. Además de tener motivos de sobra para preocuparse por su propia suerte, sabían que para que se mantuviera unido el movimiento que se había formado en torno a la Presidenta, sería necesario que el horizonte permaneciera despejado.

De difundirse la sensación de que tiene los días contados, la variante cristinista del kirchnerismo no tardaría en disgregarse. Lo único que lo aglutina es el poder que emana de la caja. Como nos recuerda la trayectoria sinuosa de aquellos oficialistas seriales que han sido menemistas, duhaldistas y kirchneristas, y que mañana serán sciolistas o macristas, ya que siempre se adaptan sin complejos al clima de opinión dominante, el hipotético compromiso de muchos con “el proyecto” de Cristina no puede atribuirse a sus eventuales convicciones personales. Para ellos, es una cuestión de seguridad laboral y patrimonial, motivo por el que los operadores de la Presidenta han de esforzarse por hacerles creer que, de un modo u otro, el Gobierno está en condiciones de mejorar la Constitución quitándole el artículo 90 reaccionario y antipopular, según el cual el presidente puede ser reelegido por “un solo período consecutivo”. Por ahora, el consenso es que no podrá hacerlo, pero los kirchneristas esperan que las deficiencias de la oferta opositora resulten ser tan evidentes que sectores importantes lleguen a la conclusión de que les sería beneficioso que se prolongara el statu quo por cuatro años más.

Puede que quienes piensan así hayan pecado de optimismo: mal que les pese, las deficiencias del Gobierno propenden a hacerse aun más llamativas que las de los grupos e individuos que en su conjunto conforman la oposición. Sigue achicándose el núcleo duro del kirchnerismo al humillar Cristina a sus fieles exigiéndoles más pruebas de lealtad, más aplausos frenéticos, más manifestaciones de confianza absoluta en el futuro de un “modelo” socioeconómico que, tal y como están las cosas, parece condenado a naufragar en los meses próximos en medio de una tormenta recesiva e inflacionaria. La calidad humana, por decirlo de algún modo, del elenco gobernante se ha deteriorado notablemente a partir del año pasado. Todo hace pensar que el proceso degenerativo, del que el protagonismo cada vez más molesto del ala juvenil es un síntoma inquietante, continuará.

Por temor a que el poder se les escabulla de las manos, los ultra K, en especial los “militantes” de La Cámpora, esta asociación de ayuda mutua de características que, según los alarmados por sus andanzas proselitistas en las cárceles, colegios y jardines de infantes, son netamente fascistas, están asumiendo posturas cada vez más agresivas. Parecen creer que les conviene sembrar miedo en la sociedad; suponen que, para no encontrarse en medio de una lucha encarnizada de desenlace imprevisible, la mayoría optará por resignarse a vaya a saber cuántos años más de hegemonía cristinista.

Al fin y al cabo, se dicen, si hay que elegir entre aferrarse al presente y precipitarse en una crisis fenomenal, muchos buenos ciudadanos preferirían lo que desde su punto de vista sería el mal menor. La preocupación por lo que podría suceder en el caso de que el gobierno actual se desplomara constituye una de las armas más potentes en el arsenal oficialista; hasta que aparezca un nuevo polo de poder que sea claramente capaz de garantizar el mínimo necesario de gobernabilidad, los comprometidos con Cristina seguirán aprovechándola.

Por fortuna, a pesar de lo parecidas que son ciertas costumbres y actitudes políticas locales y las del Oriente Medio, aquí el destino de los perdedores suele ser mucho menos trágico. La razón por la que el dictador sirio Bashar al-Assad está matando a decenas de miles de compatriotas que no lo quieren es sencilla: sabe muy bien que si cae, su propia comunidad alauita, (lo mismo que los cristianos), enfrentaría el riesgo de ser exterminada con brutalidad extrema por los militantes de sectas rivales. Aunque las perspectivas ante los oficialistas aquí no son tan terroríficas como las enfrentadas por sus equivalentes en los países del Oriente Medio, distan de ser agradables. Privados de la protección que les ha brindado el poder, muchos, encabezados por Cristina y el vicepresidente Amado Boudou, tendrían que rendir cuentas ante la Justicia por una multitud de causas en su contra, entre ellas las vinculadas con los ya casi olvidados fondos de Santa Cruz, la saga increíble de la expropiación de una empresa, la “ex Ciccone”, sin dueños visibles, y así, largamente, por el estilo. Puede entenderse, pues, la voluntad de tantos oficialistas de ir a virtualmente cualquier extremo a fin de conservar el poder al que se han habituado.

Los soldados de Cristina van por todo porque, para ellos, la alternativa es la nada. Ya no les es dado modificar la estrategia kamikaze que han elegido. Han quemado las naves, dejándose sin otra opción que la de negarse a respetar la lógica democrática según la cual los oficialistas han de prepararse para el día en que les corresponda abandonar el poder y por lo tanto les convendría acatar las reglas establecidas. A veces, voceros de agrupaciones presuntamente opositoras insinúan que tal vez estarían dispuestos a pactar, a negociar para que los kirchneristas puedan retirarse tranquilamente del escenario, es de suponer con buena parte del botín que han conseguido acumular a cuestas, pero solo se trata de palabras: tarde o temprano llegará el día en que las instituciones se pongan a funcionar como es debido, aunque fuera por un período muy corto, con el resultado de que muchos miembros del “gobierno más corrupto de la historia” del país –distinción esta que casi todos han logrado ostentar después de algunos años de hegemonía– compartirían el destino melancólico de tantos ex funcionarios de tantos gobiernos anteriores.

En ocasiones, Cristina nos ha informado que entiende muy bien que nada en esta vida es para siempre, pero la conciencia de que todo poder es efímero no parece haber incidido ni en su propia conducta ni en aquella de sus partidarios. Por el contrario, como los menemistas de los años noventa –y como los militares entre 1976 y 1983– han obrado como si creyeran que nunca tendrían que preocuparse por las eventuales repercusiones de su forma heterodoxa de actuar.

(*) PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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