Por Arturo Pérez-Reverte |
Llovía con saña bíblica y el agua lo inundaba todo: bajos, sótanos, garajes, habitaciones. Comprobó que la calle era un torrente que arrastraba cuanto hallaba a su paso, infiltrándose por las puertas antes de arrancarlas, rompiendo las ventanas. Nada podía detener aquello. Entre el repiqueteo furioso de la lluvia en los tejados y balcones llegaban los gritos de quienes eran arrastrados por la riada, o subidos a coches y árboles reclamaban auxilio. De quienes golpeaban aterrados las puertas de las casas, suplicando las abrieran, hasta que sus golpes cesaban y los gritos se alejaban calle abajo, torrente abajo.
Todo ocurría con rapidez, en pocos minutos. Ni las casas resistían. Algunas se desplomaban y eran arrastradas por los embates del temporal. El agua color de tierra corría con furia invadiéndolo todo. La Naturaleza, pensó fugazmente, mataba como suele hacerlo: ciega, ecuánime en su injusticia, desprovista de bondad o maldad, ajena a razones, a moral, a sentimientos. Indiferente en su frío horror al valor o la cobardía, al carácter, a la condición de los seres a los que aniquilaba. Se cumplían las antiguas reglas del universo, y eso incluía periódicas sacudidas de horror y desastre. Aquélla era sólo una más. Otra de ellas.
A la casa, como a las vecinas, le llegaba su hora. Las ventanas eran torrentes y la puerta saltó hecha pedazos. El agua lo invadía todo empujando muebles y enseres, cada vez más violenta y más alta. Pasado el primer estupor la familia había logrado reunirse, agarrados unos a otros con el agua por la cintura, abriéndose paso hacia la escalera que conducía al piso de arriba. Ir a la calle era imposible y quedarse allí también lo era. Poco a poco, luchando contra el agua, los fue ayudando a alcanzar los primeros peldaños, ya sumergidos: la abuela, la hermana, los niños. Uno tras otro los hizo subir, empapados, chorreando, hacia el único refugio posible.
Ojalá sea suficiente con llegar arriba, pensó. Ojalá el torrente deje de subir y no llegue ahí. Antes de ir tras su familia, ya con el agua hasta el pecho, miró alrededor, por si había algo que podía salvar. Pero era inútil. Nada quedaba a la vista en aquel caos de agua, fango y restos de muebles y enseres. Y el nivel de la inundación seguía subiendo con la corriente, que discurría feroz por la casa medio sumergida, tirando de sus piernas desde abajo como una resaca diabólica, resuelta a arrastrar cualquier resto de vida a las aguas revueltas que rugían en la calle, camino del río cercano, del mar próximo, de la aniquilación y la muerte.
En ese momento oyó los ladridos y se le encogió el corazón. Venían de la cocina, y el descuido golpeó su corazón y su cabeza. La familia había acaparado sus pensamientos inmediatos, la urgencia de ponerlos a salvo, sobrevivir. Que todo hubiera ocurrido en cinco minutos no atenuó la desazón, los remordimientos que estremecían de vergüenza y angustia. No había pensado en ellos, en los dos perros. No tuvo tiempo ni lucidez para hacerlo, pero ahora los ladridos lastimeros sonaban y era imposible dejarlos atrás. Tras un instante de duda volvió sobre sus pasos, metiéndose de nuevo en el agua. La corriente era tan fuerte que tuvo que avanzar contra la pared, braceando entre salpicaduras. Y los vio al llegar a la cocina: estaban juntos, mojados, tiritando de frío y miedo, subidos a una encimera casi anegada. Con un vistazo comprendió la situación. El agua les llegaba a las patas y la riada hacía un intenso efecto de succión, arrastrándolo todo hacia la puerta del patio y la calle. En medio minuto desaparecerían con todo cuanto estuviera cerca. Acercárseles era un suicidio. Nada podía hacerse por ellos.
Iba a dar la vuelta para volver a la escalera cuando vio que su presencia hacía mover la cola a los perros. Que los gemidos de angustia se transformaban, al verlo, en ladridos de gozo. Y reconoció en ellos la vieja mirada de amor y lealtad; la de siempre, desde que habían sido cachorros. La de tantos años fieles, pegados a sus pasos, dormitando al lado, lamiendo sus manos y cara, dirigiéndole miradas semejantes a las de quien mira a Dios. Y con un relámpago de desolación y ternura comprendió de pronto que no podía dejarlos morir así, empapados, temblorosos y solos, creyendo que los abandonaba. Con la certeza de que, si les volvía la espalda, la incomprensión, el dolor, el reproche de sus ojos leales lo acompañarían durante el resto de su vida.
Entonces suspiró hondo, con serena resignación. Después chapoteó como pudo hasta sus perros y, abrazando los dos cuerpecillos menudos, mojados y cálidos, se dejó llevar por el torrente.
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