jueves, 8 de febrero de 2024

Mi ley y los traidores

 Por Pablo Mendelevich

No es algo normal que se caiga una ley después de ser aprobada, pero en la Argentina de 2024 nada es normal. Un ejemplo de anormalidad, para no hablar de los insultos del Presidente a los legisladores cuyos votos reclama, es esta misma ley, una especie de Biblioteca de Alejandría, no tanto por haberse convertido en humo, destino que según la leyenda tuvo la biblioteca atribuida a Alejandro Magno, sino por ser extraordinariamente abarcativa, como lo vocifera la propia ley cada vez que se la llama Ómnibus. Debido a que la versión original traía 664 artículos en 180 páginas, para referirla políticos y cronistas se vieron tentados de desempolvar la palabra mamotreto, poco usual en el discurso público, que describe un libro abultado y deforme.

Una vez rebanada (quedó en 382 artículos), la ley consiguió el viernes nada menos que 144 votos (contra 109), mayoría formada por La Libertad Avanza, el Pro e Innovación Federal más 32 radicales (2 votaron en contra), 18 de Hacemos Coalición Federal (4 en contra) y 11 de los bloques chicos.

¡Albricias, salió mi ley!, debió festejar Milei. Pero esa sólo fue la aprobación en general.

No todo el mundo se acuerda de que después viene la votación artículo por artículo, un trámite casi siempre consecutivo, no esta vez. Una cosa es que una ley no consiga respaldo suficiente para ser aprobada y la Cámara baja la rechace, y otra cosa, por demás infrecuente, es que ya aprobada sucumba en la instancia del acabado fino. Se supone que si se consiguen los votos para la aprobación en general de una ley, después, cuando se discuta el texto en detalle, será más sencillo lograr mayorías circunstanciales. O por lo menos es de esperar que se logren consensos después de pulir una parte de los artículos. Quien puede lo más puede lo menos.

Sin embargo, la discusión artículo por artículo de la ley antibarrabravas en 2018 ahora puede servir para vislumbrar el futuro. Después de ser aprobada por 201 votos a favor y ningún voto en contra esa ley no pudo seguir viaje. Se trabó con el artículo referido a las penas para quienes tengan entradas truchas. El entonces oficialista Martín Lousteau pidió el retorno del proyecto a comisión. Resultó el parte de defunción de la norma. La aprobación general había sido mucho más contundente, pero la ley antibarrabravas no tenía para el presidente Macri ni de lejos el significado que esta tiene para el presidente Milei.

El artículo 155 del reglamento de la cámara dispone claramente que si un proyecto vuelve a comisión cuando se lo está debatiendo artículo por artículo se cae la aprobación en general. Hay que empezar todo otra vez. Como con la ley ómnibus se anunció hasta el cansancio que el tratamiento en particular traería la extraña novedad de que no estaban cerrados previamente los acuerdos políticos y que esos acuerdos serían buscados directamente en el recinto, lo lógico era suponer que por lo menos los estrategas del gobierno ya le habían echado un vistazo al artículo 155 del reglamento. Es decir, sabrían que a esa altura del proceso legislativo un tropezón no significa una oportunidad para tomar agua y volver sino que quiere decir, lisa y llanamente, game over.

Resulta que ni el ministro del Interior ni el presidente del bloque oficialista habían leído el reglamento de la cámara. Guillermo Francos y Oscar Zago dejaron constancia de lo que erróneamente creían en declaraciones públicas contemporáneas con el entuerto: que si la ley volvía a comisión la aprobación general seguía teniendo validez. ¿Habrán contagiado también con su error al Presidente, quien difícilmente haya llevado a su viaje por Jerusalén el librito azul del reglamento de la Cámara de Diputados?

El traspié informativo del ministro y del diputado responsable de conducir in situ a la bancada oficialista tal vez podría incitar a la pregunta de cómo se pertrecha el oficialismo para su estrategia parlamentaria. Pero antes habría que preguntarse si tiene el gobierno alguna estrategia parlamentaria. Los legisladores veteranos dicen que es raro afrontar una votación en particular (en la jerga se dice “bajar”, que significa bajar al recinto) sin tener arreglados previamente los acuerdos políticos sobre los puntos más polémicos del articulado. Quizás un oficialismo dotado de zorros viejos como César Jaroslavsky al frente de la bancada oficialista y Juan Carlos Pugliese en la presidencia de la cámara podían darse el lujo de improvisar la tejeduría de acuerdos a medida que transcurría la votación, pero ni a Zago ni a Martín Menem se les conoce una veteranía propicia para improvisar en el recinto. Ni siquiera está muy claro que sean ellos los autorizados, sobre todo después de que el gobierno hizo circular por el escenario a un sinnúmero de negociadores como si se tratara de un casting, mientras el Presidente negaba que hubiera una negociación.

El ministro Francos, en particular, quedó en un lugar incómodo luego del cortocircuito con los gobernadores, a los que les prometió una tajada del Impuesto País, oferta desautorizada por su jefe en cuestión de horas.

A la vez, la atmósfera política se contaminó en las últimas horas más de lo que ya estaba. Lo muestra el auge de la palabra traidor, un inesperado homenaje de la cultura libertaria al léxico incandescente del peronismo setentista. ¿Traidores, incluso delincuentes, son los que no votan al oficialismo artículo por artículo?

En sus implacables acusaciones públicas desde Israel, Milei parece haberse enfocado en el sector llamado dialoguista, lo cual podría decirse que también constituye una anomalía de la hora. Se les llama dialoguistas a los que dialogan con el gobierno, lo que excluye al peronismo-kirchnerismo y a la izquierda, amigos de la confrontación callejera. El concepto parece estar más justificado en el contexto de una dictadura que en el de la democracia, donde se supone que nadie debería estar contra el diálogo, pero en cualquier caso no habría que confundir diálogo, negociación y búsqueda de acuerdos con alineamiento incondicional, por más que el gobierno haya ganado las elecciones con un porcentaje extraordinario.

Tampoco se trata acá de una disputa entre buenos y malos, apegados unos a la sacra palabra empeñada y rompedores seriales de acuerdos, traidores consuetudinarios, los otros. Hay antes que nada un desorden visible en el tablero, la política, desapego a los reglamentos y las costumbres, mezcla de impericia con fogosa determinación a la que algunos llaman autoritarismo. Está visto que eso afecta la calidad de las negociaciones, la confianza y los procesos institucionales.

Las cosas están sucediendo en un medioambiente triplemente contaminado: primero, por la envergadura de la crisis; segundo, por los dos extremos en los que quedó envuelto el sistema político, un extraordinario respaldo electoral combinado con la mayor minusvalía parlamentaria oficialista que se recuerde; y tercero, por las características singulares de Milei, que administra castigos verbales como si la campaña electoral hubiera vuelto a empezar.

Milei tiene derecho a considerar que Carolina Píparo, su excandidata a gobernadora bonaerense y por unas horas directora ejecutiva de la Anses, lo traicionó. Ese es un asunto que el oficialismo merece resolver de acuerdo con la disciplina partidaria que le apetezca, independientemente de que el partido venere la libertad en sentido doctrinario. Algo distinto es empaquetar en la peyorativa categoría predilecta, la casta, a todos los diputados que votan “contra el pueblo”, según él, o que tienen divergencias. Es el peor discurso peronista pero al revés.

Al final del día la impericia oficial resulta desconcertante. ¿De verdad el ministro del Interior y el jefe de la bancada oficialista no sabían que la ley ómnibus se caía si volvía a comisión? La incredulidad auspicia teorías estrafalarias: “hicieron caer la ley a propósito para gobernar con DNU”; “va a gobernar con plebiscitos”, “quiere cerrar el Congreso”.

La renovación de la incertidumbre para nada ayuda.

© La Nación

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