jueves, 25 de enero de 2024

La pasajera del ‘San Carlos’

 Por Arturo Pérez-Reverte

Se lo pregunté a Francisco Ayala apenas lo conocí. Acababa yo de ingresar en la Real Academia Española y estábamos en la sala de pastas antes de un pleno, él con un whisky en la mano, flaco y elegante a sus ochenta y ocho tacos de calendario. «Don Francisco —le pregunté—. ¿Historia de macacos es una historia inventada o una historia real?». Se me quedó mirando con una sonrisa que era al mismo tiempo irónica y bondadosa, entornados los ojos. «Es un relato más inventado que real; ya sabe usted lo que son estas cosas de la literatura». Y no dijo nada más. Yo sabía, en efecto, lo que eran esas cosas; y ahora, veinte años después, lo sé un poco más. 

Hace un par de días, ordenando la biblioteca, releí algunas páginas de la novelita de don Francisco, publicada en Argentina en 1952, y confirmé de nuevo lo que, como dijo su autor, son «las cosas de la literatura». Lo que a menudo la hace fascinante y a veces enigmática, como una combinación de muñecas rusas.

En lo que a este asunto se refiere, todo empezó para mí siendo un niño, o casi. Mi tío Antonio Pérez-Reverte, capitán de la marina mercante, fue uno de los primeros héroes que marcaron mi infancia. Adoraba que me contase historias del mar, sus barcos y sus viajes; y teniendo yo trece o catorce años me refirió la de cierto estafador que había protagonizado un escándalo entre sexual y económico en la colonia española de Guinea Ecuatorial: historia de la que mi tío decía haber sido testigo, y que compañeros de profesión de su misma edad —Ginés Sáez, Salvador Sánchez, y otro cuyo nombre no recuerdo— confirmaron más tarde, atribuyéndose también haberla vivido personalmente. Testimonios, todos ellos, con los que muchos años después, a finales de los 80, construí un relato titulado La pasajera del San Carlos, en el que un joven marino se enamora de una enigmática mujer.

A poco de publicada mi historia, comiendo en Belarmino con el crítico literario Rafael Conte —al que debo muchísimo, pues fue quien más me animó cuando empecé a escribir novelas—, éste dijo: «He leído tu Pasajera. ¿Sabes que Paco Ayala tiene una antigua historia sobre el mismo asunto del estafador en Guinea?… Se titula Historia de macacos». Por supuesto, me faltó tiempo para ir a una librería de viejo y comprar un ejemplar, que conservo: la edición de 1955 de Revista de Occidente. Me senté a leerlo y surgió la primera sorpresa: las fechas no coincidían. Ni mi tío Antonio ni sus compañeros podían haber vivido algo que ocurrió antes de que ellos navegasen en los barcos que iban a la colonia africana, así que la explicación me pareció obvia: el relato de Francisco Ayala pasó de las páginas literarias al imaginario de los no lectores, y la historia inventada había cobrado entre ellos carácter real. Algo ficticio se contaba honradamente como ocurrido: nunca dudé sobre la sinceridad de mis narradores, que lo sostenían como verdadero. Eso significaba que alguien había leído un libro, y tras leerlo contó la historia a otros que no lo habían leído; y éstos, dando el relato por auténtico o deseando darlo, se lo contaron a terceros, convencidos incluso de haberlo visto en persona; del mismo modo que en Culiacán, México, en la calle de las cambiadoras de dólares, una de ellas me dijo una vez con toda sinceridad: «¿Teresita Mendoza, la Reina del Sur? Yo la conocí. En esta misma esquina se ponía»… Magia en fin, maravillosa, de la literatura cuando ésta se imbrica con la vida.

Pero la historia de Guinea no terminaba ahí, o no del todo. En noviembre de 2009, cuando murió Francisco Ayala, compré otra edición de Historia de macacos, esta vez la prologada y anotada por Carolyn Richmond, esposa del escritor. Y leyendo la introducción averigüé lo que don Francisco había medio escamoteado en nuestra conversación. La historia del asunto guineano venía de un caso real; algo que según el propio escritor «le oí referir a mi tío Pepe García Duarte, funcionario colonial que fue en Guinea». Con lo cual se cerraba de modo espléndido un ciclo singular: dos tíos habían contado a sus sobrinos dos historias entre verdaderas y falsas, inspirada una en otra o basadas ambas en una misma anécdota original, que esos sobrinos acabaron convirtiendo, con cuarenta años de distancia entre ellos, cada uno a su manera y con diferente desarrollo, en relatos literarios que acabaron por fundir realidad y ficción. Lo que por otra parte no impide considerar una última vuelta de tuerca: que el viejo zorro guasón que era Francisco Ayala se hubiera inventado lo del tío funcionario, y todo respondiera a su espléndida imaginación. Al vaso de whisky que ese día, en la Academia, se llevó a los labios mirándome con irónica sonrisa.

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