jueves, 21 de diciembre de 2023

Una historia de Europa (LXIX)

 Por Arturo Pérez-Reverte

Lo de Inglaterra iba a ser de traca, marcando un antes y un después en la historia de las monarquías modernas. A la pobre María Estuardo, reina de Escocia, después de comerse más cárcel que el conde de Montecristo, la había hecho afeitar en seco Isabel I de Inglaterra; que pese a su falta de escrúpulos y su bajeza moral (perfectamente compatibles con su grandeza monárquica) era enemiga política, pero al fin y al cabo, reina. Sin embargo, con Carlos I, nieto de la Estuardo, la cosa anduvo por un registro más popular. Por decirlo así, más de ahora. 

Al morir Isabel sin descendencia, el trono (paradojas de la vida) había ido a parar al hijo de la ejecutada reina escocesa, un tal Jacobo I, que se vio monarca de Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero que como rey no tenía ni media hostia. En cambio, su hijo Carlos (el que de joven fue a España con el duque de Buckingham y se las vio con el capitán Alatriste) era más personaje: elegante, autoritario, poco respetuoso con el Parlamento e inclinado a hacer lo que le salía de la punta del cetro, dio vidilla a los antes perseguidos católicos. Y así, entre pitos y flautas, se puso en contra a media Inglaterra, incluidos los protestantes radicales (llamados puritanos), muchos de los cuales emigraron a la América del Norte por esa época (y allí siguen, imponiéndonos lo que consideran, o no, políticamente correcto). Durante once años Carlos gobernó echándole un pulso a los representantes populares, a los que ninguneaba; y tanto encabronó a la peña que le reventó en las manos. Tras intentar un golpe de Estado monárquico, tuvo que largarse de Londres mientras estallaba una guerra civil entre partidarios de la monarquía absoluta y partidarios del Parlamento. Se diferenciaban incluso, unos y otros, en la manera de vestir y el corte de pelo: elegantes y con cabello largo los carlistones, sobrios y de pelo corto (cabezas redondas, los llamaban) los puritanos. De estos últimos destacó un jefe llamado Oliverio Cromwell, que además de religioso hasta nivel meapilas era presuntamente honrado y virtuoso (así lo vendía la propaganda, aunque en tales cosas conviene no fiarse de nadie), y para colmo resultó buen jefe militar. En la batalla de Marston Moor, cantando salmos y tal, imaginen ustedes el cuadro, los puritanos vencieron al ejército monárquico. Eso y lo que vino luego lo cuenta de maravilla Alejandro Dumas en Veinte años después (continuación de Los tres mosqueteros). Y lo que vino fue que, reunida una pequeña parte del Parlamento, manipulada por el virtuoso Cromwell, sentenció a muerte a Carlos I, al que se le cortó la cabeza (Remember!) ya casi mediado el siglo, en 1649. Después de aquello Inglaterra se convirtió en una república que en realidad fue dictadura de Cromwell, quien gobernó durante once años por la cara tras hacerse proclamar Lord Protector del país. A efectos políticos formales, lo que hicieron los de allí fue cambiar un rey por otro; pero en cuanto a los hechos, aquella republicana Inglaterra gobernada por puritanos se dedicó, Biblia en mano y con mucho éxito, a lo colonial y lo mercantil a costa de España, a la que puteó cuanto pudo, y de Holanda, a la que derrotó y desplazó como potencia marítima. Lo del simple cambio de papeles se puso de manifiesto a la muerte del amigo Oliverio, porque el gobierno de la nación fue heredado por su hijo de la manera más desvergonzadamente monárquica imaginable. Pero Cromwellito Junior resultó ser un mierdecilla que no valía ni para llevarle el botijo a su padre, así que duró un cuarto de hora, los ingleses se vieron huérfanos de líder, y en una de las tragárselas dobladas más clamorosas de su historia devolvieron el trono a la familia Estuardo; o sea, al hijo del rey decapitado, que por otra parte tampoco era un chaval como para tirar cohetes. Carlos II (así se llamó el muy pelanas) se pasó el reinado divirtiéndose a base de juerga y coyunda; aunque entre una cosa y otra tuvo tiempo para ajustar cuentas con los matadores de su papi, persiguiendo y condenando a los que pudo pillar. Y hasta hizo sacar de la tumba el fiambre del viejo Cromwell para cortarle la cabeza a lo que quedaba de aquella putrefacta mojama. Pero, bueno. Lo importante, lo que hay que retener de esa época, es que, gracias primero a Isabel I y luego a Oliverio Cromwell, la gran Inglaterra que venía de camino estuvo cada vez más a punto de caramelo. A ellos dos se debió, sobre todo, un rasgo característico que durante mucho tiempo (y todavía hoy colea) iba a ser propio de los británicos: una arrogante hipocresía típicamente anglosajona, basada en la convicción de pertenecer a un pueblo escogido por Dios, al que éste, en su infinita simpatía insular, situó por encima de las razas inferiores.

[Continuará].

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