miércoles, 15 de noviembre de 2023

¿Una mano negra manipuló a Milei y a Massa?

 Por Pablo Mendelevich

La Argentina, se sabe, funciona como un iceberg. Lo que está por arriba de la línea de flotación es apenas una parte menor del todo. ¿Será un 11 por ciento, como en los témpanos reales? Al estar sumergida, la porción mayor escapa a la vista.

No es casual que el verbo visibilizar haya obtenido un lugar estelar en la política cotidiana. Muchas protestas sociales, por ejemplo, cuando afectan derechos de terceros ajenos al conflicto se amparan en la meta suprema de procurarse “visibilidad”. Pareciera que se conjuga mucho más seguido el verbo visibilizar que el verbo solucionar.

¿Pero quién “invisibiliza” tanta realidad? ¿Quién maneja el reparto temático? Según el kirchnerismo, “los medios”. Sí, es una asignación de culpas algo genérica, porque el kirchnerismo, autor de la falacia del periodismo militante, también tiene radios, diarios, canales y portales de Internet pero cuando objeta a “los medios” se olvida de eximir a los propios, de protegerlos de la diatriba automatizada. A lo sumo adjudica la malicia a “los medios hegemónicos”, taxonomía que jamás se detiene en el detalle de las motivaciones que habrán de tener las audiencias (¿será que las obligan?) para privilegiar unos medios y desoír a otros.

Como sea, debe admitirse que prendió en una parte de la sociedad la idea evanescente de que, en nombre de intereses ocultos, un robusto sujeto llamado “los medios” regula perversamente la agenda pública, esconde lo que quiere esconder y ventila o agita aquello que al poder le conviene agitar. Pero resulta que esa idea está siendo desmentida de manera rotunda en este tramo culminante del proceso electoral, una especie de laboratorio social.

Apenas dos argentinos, Sergio Massa y Javier Milei, tuvieron el domingo el privilegio exclusivo de definir qué cosas son importantes en la Argentina y cuáles merecen quedar fuera de la vista. No era la suya una reunión de editores sino el duelo de dos candidatos a presidente finalistas, se supone que antagónicos, por lo que no les tocaba inventariar los problemas maestros… ¡Debían explicar cómo los solucionarían! ¿Acaso lo hicieron?

Ninguna razón hay para pensar que Massa y Milei se confabularon con el propósito de rebajar la jerarquía del acontecimiento, pero, interesado uno en demostrar que el otro es un desequilibrado y el sospechado en probar que está en condiciones de autocontrolarse, prefirieron dedicar la mayor parte del tiempo a descalificarse, aun en los momentos en apariencia dedicados a desentrañar grandes asuntos, como la dolarización.

Milei no echó luz alguna sobre la dolarización, esa temeraria medida que él encumbró como consigna junto con “la casta”. Había avanzado más su compañera de fórmula Victoria Villarruel la semana pasada en el debate de los vicepresidentes con media frase cuando dio a entender que para dolarizar piensan utilizar los dólares de los argentinos. Pero tampoco Massa consiguió explicar con precisión cuál es, si lo tiene, su plan. Apenas repitió como un slogan que llamará para ministro de Economía, o sea para sucesor, a un extrapartidario, lo cual le añade a la incertidumbre un misterio complementario.

Como si estuviera delante de David Copperfield y por pudor no se atreviera a preguntarle cómo hizo el último truco, Milei ni siquiera le pidió a Massa que aclarara por qué su sabiduría bastará para ordenar la economía desde el 10 de diciembre después de que no consiguió impedir el empeoramiento de todos los indicadores económicos desde que ejerce, hace más de un año, como ministro de Economía.

Ya es bastante increíble que al candidato opositor se le hubiera pasado reprocharle a su rival el problema número uno para la gran mayoría de los cuatro millones y medio de argentinos que los estaban mirando en directo, la inflación. O discutir sobre ella, sobre sus causas y los remedios disponibles. En el debate se dedicaron largos, eternos minutos a Margaret Thatcher, también a una pasantía juvenil de Milei en el Banco Central, pero no se trató la corrupción, apenas mencionada al pasar. Si un filipino hispanoparlante vio el debate en Manila seguramente pensó: “debe ser que en la Argentina no tienen problemas de corrupción”.

Milei desdeñó la posibilidad de interrogar a Massa sobre los calificados cuadros de su partido implicados en el escándalo de los ñoquis de la legislatura bonaerense, sobre la relación de Martín Insaurralde con el gobernador Axel Kicillof y con los Kirchner madre e hijo, o acerca del espionaje protagonizado por el agente ilegal Ariel Zanchetta. No podía saber, es verdad, que Massa había sacado el dato de las propiedades de su familia en Miami del portal Realpolitik, el mismo que usaba Zanchetta para su maquinaria de carpetazos, pero con solo leer los diarios ya habría tenido información de sobra para contrastar su prístina virginidad estatal con la contaminada veteranía de Massa, visto que Massa, o cuanto menos la coalición peronista que integra y de la que es cofundador, aparece conectado con cuanto lodazal se destapa.

Es curioso que la agenda de los diarios (no de la prensa kirchnerista, tal vez) viene tratando estos temas con enorme despliegue y con impactantes novedades día a día mientras los dos aspirantes a gobernar el país en los próximos cuatro años los ignoran por completo. La cofradía de consultores políticos, encuestadores y analistas profesionales de opinión, esto es cierto, tiene estudiado que la corrupción no paga. Fervoroso partidario de que los demás cumplan las leyes, el argentino medio estaría resignado, adaptado a la corrupción endémica. ¿Pero no le importa? ¿La imagen de Thatcher sí?

Salvo Cristina Kirchner, en cuyo menú discursivo la palabra corrupción nunca existió, la mayoría de los políticos cuenta con un kit verbal básico sobre la materia, algo parecido al seguro contra terceros que viene incluido con el alquiler de un auto sin que uno lo pida. Sólo una minoría se mete en público con los casos concretos, los profundiza, es proactivo.

En la causa de espionaje que tiene por actores principales a Ariel Zanchetta y al diputado ultracristinista Rodolfo Tailhade, los candidatos Milei y Massa, así como la esposa de éste, Malena Galmarini, el ministro del Interior Eduardo de Pedro y Máximo Kirchner se presentaron como querellantes porque se consideran víctimas. Un querellante busca tener alguna injerencia en la causa, cierto control de daños, pero muchos querellantes producen un efecto adicional: ayudan con sus planteos y diligencias a que la causa se extienda por más años.

Ninguno de los oficialistas consideró necesario explicarle al público la dimensión política del escándalo ni descargar posibles responsabilidades del gobierno. Como en la Argentina los partidos casi no funcionan como intermediarios con la ciudadanía, tampoco ningún partido dijo nada. Que Massa no tenga nada para comentar acerca del espionaje ilegal de su gobierno, en todo caso, es mucho más comprensible que el silencio del querellante Milei.

Milei rugió contra los corruptos con voz atronadora y encantó a multitudes desencantadas, pero eso fue antes de subordinarse a la prescripción de serenidad de sus asesores destinada a pasar de nuevo por el recinto magno de la Facultad de Derecho sin tropezar, aunque fuera a costa del brillo histriónico que lo catapultó a las cimas de la política. Acá no había que gritar ni decir carajo ni nada parecido. Sólo predicó el libertario contra “las manos porosas de los funcionarios corruptos”. Apenas sugirió alguna oscuridad con los permisos de importación, lo que despertó en Massa el reflejo del administrador impoluto ofendido: si tenés una denuncia para hacer te acompaño mañana mismo a Tribunales. A Tribunales de algún modo ya van a estar yendo juntos, pero como querellantes de la causa de espionaje de la que ninguno de los dos habla.

¿Y del juicio político a la Corte Suprema? Tampoco. Ninguno pregunta. Ninguno contesta. Ninguno explica. ¿Son temas de los medios, carecen de gravitación institucional? Hubo televidentes a los que hasta les costó creer que la máxima disputa política argentina fuera lo que fue, una esgrima de escasa altura en la que el candidato oficialista le tomó examen al candidato opositor. De esos incrédulos salieron probablemente interpretaciones alocadas sobre una mano negra, un arreglo, un pacto o quién sabe qué.

Pero en el escenario estaban los dos candidatos solos, dueños de su sapiencia, de sus ideas, de ellos mismos.

© La Nación

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