domingo, 5 de noviembre de 2023

Un adicto que no se quiere curar

 Por Jorge Fernández Díaz

Un escritor lúcido, que es un viejo amigo, me dijo hace unos días: “Tengo un divorcio emocional con la sociedad; no puedo referirme a ella sin insultarla”. Con esa frase dolorida y políticamente incorrecta daba por cancelada cualquier intervención pública, y asumía una especie de exilio interior. Interesa el sentimiento no solo por su carácter lacerante, sino porque pone en palabras el vasto desencanto de muchos argentinos que quieren entrañablemente a la Argentina y no pueden ser indolentes frente a su descomunal descomposición, ni cínicos o irresponsables frente a un dilema electoral entre dos esperpentos. Gente derrotada por la persistente estupidez del voto suicida. 

No conviene a los dirigentes, quienes efectivamente no tienen derecho a enojarse con su clientela, ni a los cientistas políticos, que analizan el mercado del sufragio como entomólogos examinando fríamente el comportamiento de las hormigas, ni a los periodistas demagogos, obligados a no contradecir a sus audiencias, dudar de la sacrosanta infalibilidad de la sociedad. Ya lo hemos dicho alguna vez, y ha herido sensibilidades: muchos prefieren echarle la culpa a la democracia y a la “casta” antes que asumir las sistemáticas equivocaciones del soberano. Una cosa es respetar a rajatabla el voto como institución, aun (y sobre todo) en los casos en que nos disgusten sus resultados; otra muy distinta es aseverar que el pueblo nunca se equivoca. Esta última superstición convive, al mismo tiempo, con la casi unánime aceptación de que veinte años de populismo y decadencia económica, moral y educativa han degradado la conciencia ciudadana; luego no podemos pretender que ese abismal deterioro no influya en la calidad del electorado sin caer en un contrasentido. Sé que bordeo un tema espinoso, pero pongámoslo de una manera sencilla: ¿qué hemos hecho para merecer esto? La respuesta también es simple: casi todo. Y nuestra condena está encarnada en el hecho de que en 15 días deberemos inexorablemente optar entre un fullero sin escrúpulos que devastó la economía, y un impresentable adalid de la ultraderecha. En ese duelo al sol está condensado todo el drama que supimos labrar.

Descontemos el amateurismo delirante del reaccionario de marras, que muchos terminarán votando no como a un candidato sino como si fuera un arma arrojadiza, y pongamos un momento la lupa sobre el inefable Sergio Massa. Que hace dos años decidió inflar el fenómeno Milei, le consiguió muchas horas en televisiones amigas, le dio consejos prácticos, le metió decenas de militantes en sus listas de legisladores, le cuidó el voto con el aparato justicialista, lo usó para destruir a Juntos por el Cambio y ahora, con voz plañidera de carnero degollado –más falso que billete de Monopoly– pide abnegadamente que se le impida el paso a su propia criatura en nombre de la concordia nacional. Si se sale con la suya será una leyenda, pero de la picardía criolla y la estafa política; esta sociedad valora al “rápido” y el círculo rojo tiene debilidad por los tahúres. Los resultados de la gestión Massa son apabullantes: creó cerca de dos millones de pobres en 14 meses, su inflación proyectada roza ya el escalofriante número de 300 y se calcula que deterioró en un 40% el salario informal. En cualquier país de la Tierra, con estos guarismos y aunque compitiera contra Freddy Krueger, le habría caído encima un inapelable voto castigo. Y sin embargo, el domingo 22 de octubre fue premiado. También lo fueron dirigentes de probada venalidad, que ganaron en sus distritos, confirmando que a cientos de miles de ciudadanos de a pie les importa un bledo el latrocinio, y esa indiferencia ética no solo alcanza comprensiblemente a quienes tienen el agua al cuello y no pueden discriminar: muchas damas y caballeros de las clases medias y acomodadas, con plena autonomía, acompañaron en el cuarto oscuro a los grandes ladrones de Estado. Y también a determinados políticos que habilitaron por acción u omisión el boom del narco e influyeron sobre la Justicia para que los delincuentes fueran tratados con guante de seda y asolaran con su gatillo fácil las calles de los conurbanos. ¿Qué clase de sociedad convalida estas infamias? Hay una única respuesta, pero es débil e insuficiente: la oferta opositora iba dividida y no era buena. Más iluminador resulta el economista Claudio Zuchovicki, cuando calcula que Massa “gastó 10.000 millones de dólares en su campaña”, algo que en un país normal le hubiera provocado un juicio político o una causa criminal, no solo por el obsceno uso del erario con fines proselitistas sino también porque esa inyección preanuncia un inminente fogonazo hiperinflacionario que traerá más hambre y sufrimiento a los sectores más humildes.

Una sociedad infestada por el cortoplacismo y la gratuidad, habituada a los regalos y desatendida de las obvias y terribles consecuencias de esas inconsistencias y despilfarros, acepta que se “pise” el precio de las naftas –como antes disfrutaba el congelamiento de la luz, que costaba mensualmente igual que un café con leche- y luego se escandaliza de que no haya combustibles en las estaciones de servicio. El periodista e investigador Damián Di Pace hizo tres cálculos muy ilustrativos: hasta la semana pasada 20 litros de nafta valían lo mismo que un kilo de uvas; 200 boletos de tren, igual que una pizza, y 115 viajes en colectivo, exactamente un kilo de helado. Aceptar esos obsequios sin cuestionarlos, hacerse olímpicamente el otario y luego, en el caso de las naftas, quejarse por el desabastecimiento o por el posterior sinceramiento de precios no es un pecado de pobres, sino una conducta patológica del argentino promedio. Fue Diego Cabot quien explicó, sin embargo, más integralmente el problema: gran parte de la sociedad ya no puede hacer frente a la nafta, la electricidad, el gas, el agua corriente, el tren y el colectivo. Veinte años de populismo estadocéntrico han pauperizado al país, pero han generado a su vez una dependencia de feudo provincial y, sobre todo, una corrupción mental que ha penetrado en amplios sectores sociales, incluso los más alejados del voto peronista. Todos nos hemos acostumbrado a vivir por encima de nuestras posibilidades, y están a punto de cortarnos la tarjeta. Que la mentira y el circo continúen es un acto de negación. El acto de un adicto perdido que no quiere curarse. Es por eso que un hechicero peronista hace unos trucos de mago infantil y ya convence a cualquiera. La última gracia que escuché es que debíamos votar a Massa para que no ganara la derecha. Humor pesado. Es que un gobierno no peronista cuando fracasa lo hace para siempre; en cambio una administración justicialista puede destruir una y otra vez al país, y seguir obteniendo el favor de las mayorías: se equivocó en esta ocasión, pero seguro que acierta en la próxima. Una parte muy importante de la sociedad –incluida una vez más aquella que no se considera simpatizante de Perón– está inconscientemente peronizada y es refractaria a los datos y las pruebas. Ahora mismo, por ejemplo, naturaliza la calamitosa mala praxis del ministro de Economía y está dispuesta a creerle que no conformará un quinto gobierno kirchnerista; para ello, se ha autoconvencido nuevamente de que Cristina Kirchner se jubilará y no condicionará una eventual gestión de Massa ni entablará con él una verdadera batalla campal cuando este quiera hacer las cosas a su manera y limar, como haría desde el minuto cero, al caballo del comisario: Axel Kicillof, el preferido de la arquitecta egipcia. El autoengaño sigue funcionando a pleno, porque el “pueblo” piensa que el ilusionista encontrará el milagro, el atajo para evitar la jeringa, y porque sus sectores dominantes –empresarios, sindicalistas, gerentes de la pobreza y pequeñoburgueses de mentalidad trucha– se han aclimatado a la mediocridad y al estilo mafia, y porque el camino de la recuperación argenta les resulta muy arduo. Da mucha pereza cambiar, que siga entonces el baile de máscaras. Millones resisten con los dientes apretados esa inercia, convertida en idiosincrasia tóxica, pero está visto que no son suficientes. Otros bajan los brazos y eligen el lacerante divorcio emocional.

© La Nación

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