domingo, 8 de octubre de 2023

Con Milei alumbra un kirchnerismo de derecha

 Por Jorge Fernández Díaz

Tres consejos iniciáticos le susurraron al neófito Donald Trump: en política no importa lo que digas, la gente solo recordará la forma en que lo dices; promueve escándalos para estar siempre en el centro de la agenda, y no reprimas promesas grandiosas e incumplibles porque luego muy pocos te harán reclamos. Los timos populistas calan emocionalmente en el electorado, y por lo tanto no suelen funcionar los antídotos racionales: refutar un disparate deliberado a veces implica paradójicamente darle entidad, y así lo pensó Barak Obama cuando Trump puso en duda que fuera norteamericano, hasta que los medios más respetables –por codicia, rating o por simple estupidez– se prendieron a la mentira y crearon una bola de nieve. El presidente, con el ánimo golpeado, debió salir entonces a mostrar un certificado de nacimiento. 

Una semana más tarde se rehízo y le propinó a su atacante una verdadera paliza desde el atril. En la tradicional Cena de los Corresponsales de la Casa Blanca, hizo algo que no estaba en los cálculos de nadie: ridiculizó –con fina ironía– a Donald en su propia cara, y lo convenció de que todavía no era su turno para lanzarse a la arena.

El laboratorio del “populismo de derecha” fue gerenciado posteriormente por Steve Bannon, propagandista que ha intentado con mucho éxito expandir su metodología a otras naciones para crear una verdadera Internacional de “conservadores radicalizados”. El manual del perfecto reaccionario se publicó estos días en la Argentina y se denomina La nueva derecha (Katz Editores). Su autora es Natascha Strobl, cientista política nacida en Viena que se ha convertido en una experta global y ha sido objeto de amenazas e intentos de amedrentamiento, incluido el hallazgo de un agujero de bala en la ventana de su cocina. Su ensayo crítico explica cómo la “” se basa en una visión del mundo dicotómica y maniquea, una lucha entre el bien y el mal. Para quienes gobiernan con ese formato hay “poderes malignos” que se oponen a “nosotros” y favorecen sistemáticamente a los “otros”; estos últimos son fuerzas de izquierda, centristas y genuinos liberales, pero también cualquier disidente: “Los matices, la dialéctica, las dudas no están permitidos; las objeciones ni siquiera se consideran discutibles”. Se esfuerzan por crear una sociedad dividida y sobrexcitada y por “volcar el ánimo social cada vez más al extremo”, observa esta autora. La exageración y los excesos quedan impunes, puesto que quienes se los señalan ya se encuentran acorralados, ya han sido previamente estigmatizados como adversarios: “El hecho de que se indignen una y otra vez no hace sino confirmar su enemistad”. La oposición de cualquier color, la prensa incisiva, los trabajadores de la cultura son presentados como un mismo poder a combatir, y sus militantes se imaginan “en una guerra civil intelectual contra las elites establecidas”. Como el objetivo es destruir a los antagonistas políticos, a Trump no le bastó con ganar en la campaña electoral de 2016 sino que “la victoria tuvo que ir acompañada de la desautorización completa del adversario… si se construye una imagen del enemigo durante el tiempo suficiente, al final se le pueden atribuir todos los males”.

Como el periodismo es crucial para la democracia, el trumpismo ha utilizado “la intimidación y la retirada de información”: Trump en persona excluía de sus conferencias de prensa a los periódicos y las cadenas de televisión indeseables; entre ellos, la CNN, la BBC y The New York Times. Bannon tiene la teoría de que “la verdadera oposición son los medios” y que el modo de enfrentarse a ellos incluye inundar la “zona de mierda” (sic): mantener la escalada de escándalos, lanzar historias para distraer, sobreabundar en informes y noticias para que al público y a los reporteros profesionales les sea muy difícil decidir qué es relevante, y para que los diarios, las radios y los canales se vean “obligados a cambiar constantemente el foco de atención”. A esto se agrega el truco de “resolver problemas ficticios” y generar “realidades paralelas” en las que moverse y desde la que defenderse de los hechos verídicos e inconvenientes. Toda esta estrategia siempre se lleva a cabo desde un fortalecimiento del “líder absoluto y redentor”, un “desempoderamiento de las estructuras de los partidos”, agresiones al Poder Judicial y una sutil tendencia hacia el modelo pensado por Carl Schmitt: “Gobierno popular sin democracia”. O como en otro sentido lo denominó Loris Zanatta, un “pinochetismo civil”.

Bannon, como se ve, debería pagarles regalías a Chávez y a los Kirchner, o arriesgarse a ser acusado de plagiario, puesto que sus tácticas fueron antes consumadas por el neopopulismo latinoamericano. Aunque no nombra a Javier Milei, el estudio de Natascha Strobl nos recuerda que esta suerte de kirchnerismo de derecha no es un hongo solitario y argento, sino una nacionalización más o menos heterodoxa de un fenómeno mundial del siglo XXI. Esta certeza y todo este contexto explican la relativa indolencia (tal vez el anonadamiento) con que la sociedad ha encajado que un candidato presidencial prefiera públicamente la mafia al Estado, propugne la venta libre de armas y órganos, haga punching ball con la cara de Alfonsín, adopte el argumento central de Massera sobre la dictadura militar, o tenga lugartenientes que viajen a Chile para celebrar el golpe de Pinochet, sugieran que los kelpers tienen la razón, menosprecien a los homosexuales y limen la figura de José de San Martín. O youtubers y trolls dirigidos que practiquen la gerontofobia y tengan una turbia predilección por el verbo “humillar” –sobre todo para apuñalar por la espalda a periodistas que entrevistan con sumo respeto a Milei y a Marra–, mientras cultivan en redes sociales un macartismo de caricatura: todos somos zurdos, progres, socialistas (vocablos que le costaron la vida a muchos argentinos en el pasado) y hasta comunistas, como llegaron a calificar a Carlos Melconian. Estas operaciones son, como explica Strobl, a conciencia; aun así, denotan un alto grado de analfabetismo ideológico en sangre. El fuego de Milei derritió los hielos y devolvió a la vida a muchos dinosaurios. El camporismo, con muy mala fe, quiso inscribir falazmente al último gobierno republicano en la tradición del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (“Macri basura, vos sos la dictadura”), y ahora que regresan los verdaderos procesistas se quedaron sin munición retórica. El cuento del pastorcito mentiroso y el lobo feroz. El lobo está aquí, compañeros: háganse cargo de haberlo convocado, con diversos apoyos soterrados y con sus adoctrinamientos y teorías fracasadas, y su desastre económico y social.

Otros dinosaurios regresaron, por caso los más rancios menemistas, y es que Milei y sus muchachos se preocupan a menudo por explicar dos cosas antagónicas: prometen desmontar este Estado omnipresente y destruir el “nefasto concepto de la justicia social” –dos banderas del justicialismo de Perón– y a la vez niegan de manera oportunista ser “gorilas”. Una contradicción profunda que tampoco les importa: hasta los más guapos arrugan frente al poder del Movimiento y la figura del General. Y entonces resulta que el verdadero mal argentino lo encarna Hipólito Yrigoyen: en el jardín radical no hay votantes ni desestabilizadores, pueden orinar tranquilos. También vienen a realizar el sueño inconcluso del 2001 –que se vayan todos– olvidando que en esa impugnación popular estaba incluido Carlos Menem, a quien ahora idolatran. Menem, como todo el mundo sabe, no tuvo déficit fiscal, ni se endeudó, no contaba con una Corte adicta, ni hizo negocios opacos con el Estado ni formó capitalismo de amigos. No es casta. Qué estómago extrañamente selectivo: vomita a Strassera, pero digiere a Barrionuevo. Cuando el enviado especial de este diario, Pedro Lacour, relevó un barrio del norte de la capital mendocina donde el mileísmo había ganado, se encontró con un ciudadano de a pie: “Hay que votar a otro porque hay que cambiar, aunque digan huevadas que después hay que ver si cumplen”. Hablemos entonces de huevadas, como quiere Bannon, o tal vez adoptemos la estrategia de Obama: reír del delirio y la malicia. O, simplemente, reír para no llorar.

© La Nación

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