viernes, 16 de junio de 2023

Una historia de Europa (LVI)

 Por Arturo Pérez-Reverte

Lo de Colón se explica rápido. Que la Tierra era redonda y no plana se sospechaba desde la Antigüedad, pues para eso hubo científicos en Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma. Y ya con la modernidad, en el siglo XV se tenía, al menos entre marinos, astrónomos y gente cultivada, la absoluta certeza. Surgió entonces la figura de un navegante genovés (hombre de alto ingenio y muy diestro en Cosmografía, según el cura de Los Palacios) que, aficionado desde jovencito a la lectura y a la geografía, consciente de que los comerciantes europeos querían especias y otras riquezas de la India, China y el resto de Asia (rutas de Oriente que los turcos controlaban por tierra, y por mar tenían casi monopolizadas los portugueses que costeaban África), tuvo la genial idea de comprender que, si la tierra era de verdad redonda, bastaría con navegar hacia el oeste para llegar a la India por el otro lado (truco del almendruco también conocido por huevo de Colón). 

Ofreció primero la idea al rey de Portugal, que pasó mucho del asunto, aunque después se tiró de los pelos por el patinazo («Soy o mais grande pringao do universo», se lamentaba el monarca portugata con sus íntimos, hecho polvo). Así que Colón, tenaz, acudió a Isabel de Castilla y a su marido Fernando de Aragón; que acabaron, sobre todo ella, financiando la expedición (año 1492, el mismo de la toma de Granada a los musulmanes, fin de lo que aquí llamamos Reconquista). El resto lo conocen ustedes mejor que yo: con tres barquitos de nada, Colón tiró millas rumbo a poniente echándole unas agallas admirables a la aventura, y al cabo de un mes más largo que una guerra sin tabaco, cuando creía estar frente a las Indias orientales, se encontró con un continente nuevo de trinca que nadie sabía que estaba allí. Aquello fue un puntazo, andar buscando un continente y darse de boca con otro que estaba en medio. Al principio todos pensaron que eran las Indias, y hasta Colón murió creyéndolo; pero era, nada menos, lo que hoy llamamos América: un lugar tan grande, rico y diverso que cambió el destino de Europa y la historia de la Humanidad. Explorar, descubrir y rellenar el blanco de los mapas (la terra incognita) se puso de moda, a partir de entonces se desataron la fiebre geográfica y las ansias de trincar viruta, y ya no cesaron las expediciones y los descubrimientos: costas del Brasil, Océano Pacífico, circunnavegación de la Tierra (hazaña de un portugués y un español, como en los chistes: salieron 252 hombres y volvieron 18) e innumerables etcéteras más. Y así, aliándose el afán de viajes y aventura con las ganas de forrarse, muchos segundones, desgraciados, infelices que languidecían en España bajo reyes, nobles y curas, decidieron jugarse el pellejo, palmar en lugares lejanos o volver ricos y respetados a su pueblo. Y poco a poco, echándole sangre y cojones en una hazaña sin igual en la historia de Europa y del mundo, los descubridores fueron convirtiéndose en conquistadores que desembarcaron (matando pero también muriendo, destruyendo civilizaciones pero creando otras mestizas) en América y Oceanía. Con sólo unos cientos de hombres, Hernán Cortés conquistó México, Francisco Pizarro el Perú y Pedro de Valdivia Chile. A menudo aquellos aventureros valerosos y crueles se asesinaron entre ellos o acabaron ahorcados por los reyes a los que servían, o por los funcionarios reales, leguleyos y otros mangantes que, pasados los riesgos de la conquista, cayeron sobre los nuevos territorios con la voracidad de una plaga de langosta. Y es cierto: los españoles llevaron matanzas, saqueos y enfermedades a un continente donde (todo hay que decirlo) antes de que llegaran ellos los pueblos indígenas ya se mataban, esclavizaban e incluso devoraban entre sí (la milonga de una América idílica precolonial no te la tragas ni harto de vino). Pero también, a diferencia de los ingleses que pronto llegaron al norte, donde procuraron no dejar un indio vivo, los españoles, lejos de exterminarlos, se mezclaron con ellos creando familias e hispanizando a sus hijos. Injusticia, esclavitud y crímenes hubo siempre en todas partes, pues tal suele comportarse el ser humano; pero a diferencia de los hipócritas anglosajones que hoy derriban estatuas de Colón, los españoles nunca consideraron aquello colonias, sino provincias de la Corona de Castilla, estudiaron las lenguas nativas (muchas se habrían perdido sin las gramáticas y diccionarios escritos por los frailes para evangelizar), construyeron hospitales, iglesias, escuelas y universidades abiertas a mestizos e indios y redactaron las famosas Leyes de Indias, monumento pionero de humanidad y justicia al que deberían echar un vistazo tantos idiotas que, a uno y otro lado del Atlántico, insultan a España poniendo fuera de contexto hechos y siglos que ni conocen ni comprenden.

[Continuará]

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