sábado, 6 de mayo de 2023

El largo adiós de Cristina Kirchner

 Por James Neilson

Como el gato de Cheshire que merodeaba por el País de las Maravillas, Cristina Kirchner se ha acostumbrado a esconderse por períodos prolongados dejando atrás nada más que una sonrisa ambigua, entre cariñosa y malévola, para entonces reaparecer aunque, por mucho que sus admiradores le supliquen, se niega a quedarse por más que un par de horas. Es lo que acaba de hacer cuando, en vez de prometer llevarlos a un nuevo triunfo epopéyico, les aconsejó no hacerse los rulos porque ya dio lo que tenía que dar. Si un político común hablara así, casi todos tomarían sus palabras en serio, pero por ser cuestión de Cristina, son muchos los que se resisten a creer que realmente haya decidido dar un paso al costado.    

¿Le molestan a la vicepresidenta los intentos continuos de forzarla a encabezar una lista, cualquier lista, de aspirantes a cargos electivos? Parecería que sí. Aunque es de suponer que se siente gratificada cuando los oye gritar “Cristina Presidenta”, no puede sino tomarlo por un síntoma de debilidad. Después de todo, entiende muy bien que no es sólo por las cualidades excepcionales que, para extrañeza de los demás, los kirchneristas detectan en ella que la aman tanto, sino porque la necesitan. Saben que es la única persona que es capaz de liderarlos. Respaldarían a Axel Kicillof o Wado de Pedro si creyeran que serían títeres tan obedientes como Alberto, pero muchos serían reacios a hacerlo si el candidato del Frente de Todos resultara ser alguien que podría traicionarla como Daniel Scioli o, más aún, Sergio Massa, que a buen seguro haría de la lapicera presidencial una espada filosa.

El kirchnerismo sigue siendo una obra en construcción. A pesar de los esfuerzos costosos de blindarlo con un caparazón doctrinal, tarea ésta que ha correspondido a los pensadores grisáceos del Instituto Patria, sigue dependiendo de la fe que muchos tienen en los dotes de mando superlativos que a su juicio posee la Lideresa Máxima.

No bien recibieron la presidencia de manos de Eduardo Duhalde, Néstor y su esposa entendieron que, para conservarla, tendrían que rodearse de una ideología adecuada. Se pusieron a crear una de retazos de otras. Con astucia notable, suplementada por montos impresionantes de dinero público, lograron asegurarse el apoyo de una variedad de grupos, de tendencias izquierdistas, que querían militar en contra del statu quo socioeconómico existente. Acaso la incorporación más valiosa fue la de las organizaciones maniqueas que defendían los derechos humanos de sus partidarios, sin preocuparse en absoluto por aquellos de quienes no compartían sus opiniones tajantes.

Algunos seducidos justificarían su adhesión a la causa kirchnerista atribuyéndola al “carisma” de los fundadores. Gracias a sus esfuerzos, se puso en marcha un proceso de cristalización stendhaliana que haría explicable el éxito político extraordinario de una señora que, según Domingo Cavallo, en Santa Cruz se había limitado a servir el café mientras su marido hablaba de cosas importantes con los políticos y empresarios que lo visitaban.

También contribuyó a hacer de Cristina la reina del país nac&pop la muerte prematura de Néstor: como señaló Jaime Durán Barba a Mauricio Macri en los días siguientes, “no le podemos ganar a una viuda”. En buena lógica, la pérdida de su marido debería haber perjudicado a la entonces presidenta, pero tanto aquí como en el resto del planeta, la política no es una ciencia sino un arte, una novelística en la que pueden resultar decisivos factores que no tienen por qué incidir del todo en el pensamiento de quienes votan.

Desgraciadamente, para los convencidos de que sería mejor que la gente se concentrara en los programas de gobierno presentados por los candidatos, a la hora de elegir las propuestas más geniales pueden valer menos que una cara que brinda la impresión de honestidad acompañada por algunos eslóganes atrapantes o, como sucedió casi trece años atrás, la voluntad generalizada de solidarizarse con una persona que acababa de sufrir una desgracia.

Para Cristina, la falta de sucesores confiables es un problema mayúsculo. Si bien pudo haber previsto que personajes dispuestos a idolatrarla, obedeciendo sus órdenes sin chistar, aplaudiendo con fervor todas sus arengas y pasando por alto la avaricia que la caracterizaba, serían incapaces de tomar su lugar, parecería que no se le ocurrió que, andando el tiempo, las deficiencias en tal sentido de la facción que dependía exclusivamente de ella podrían ocasionarle dificultades insuperables. De ser otras las circunstancias, el que nadie que comparte sus actitudes esté en condiciones de reemplazarla sería motivo de cierta satisfacción porque contribuiría a subrayar su propia superioridad, pero de desintegrarse el kirchnerismo, como bien podría ocurrir antes de las elecciones presidenciales, la vicepresidenta multiprocesada quedará sola frente a lo que llama el “partido judicial” que, teme, estará resuelto a impresionar al mundo por su voluntad de restaurar el imperio de la ley condenándola definitivamente por las muchas fechorías que cometió cuando contaba con la aprobación mayoritaria.

Hace poco más de una semana, Cristina recuperó la “centralidad” -para emplear una palabra de resonancias geométricas que, como “espacio”, se ha incorporado al léxico político nacional-, al dar una “clase magistral” que por un rato breve mereció la atención de los interesados en las vicisitudes de quienes están participando de la contienda electoral. La doctora aprovechó la oportunidad para hacer de Javier Milei el contrincante principal del eventual candidato oficialista con la esperanza de privar de votos a Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta, para ensañarse con Cavallo por tener “ojitos claros” -habrá aprendido de los progres norteamericanos que tales características son siniestras-, y para apoyar implícitamente a Sergio Massa sin por eso desistir de culpar al Fondo Monetario Internacional por la tormenta inflacionaria que está sacudiendo la economía y depauperando al grueso de la población.

Si Cristina y sus acólitos sinceramente creyeran que el FMI, una institución que a su manera representa al mundo desarrollado, está detrás del monumental descalabro argentino, ya hubieran obligado a Alberto Fernández y Massa a romper relaciones con los presuntos responsables del desastre. No lo han hecho porque saben que las consecuencias inmediatas serían tan terribles como las que siguieron al default festivo de diciembre de 2001. Con todo, desde el punto de vista de los kirchneristas más lúcidos, aludir a la mera posibilidad de que lo hicieran tiene sentido porque podría ayudar a Massa a arañar más concesiones de sus interlocutoras Kristalina Georgieva y Gita Gopinath, además de sus amigos en el mundillo político estadounidense, puesto que podrá advertirles que, a menos que le den lo que les pide, la Argentina se suicidará, un desastre que provocaría repercusiones tremendamente negativas para las tambaleantes finanzas internacionales. Si bien nadie ignora que la economía argentina es sui géneris y que sería un error vincular sus problemas con los que están causando dificultades en otras partes del mundo, no cabe duda de que una implosión, aun cuando fuera imputable a nada más que las excentricidades de los encargados de administrarla, tendría un impacto global muy destructivo.

Massa también podrá advertir a sus amigos norteamericanos que los duros del kirchnerismo están pensando en jugar la carta china y que por lo tanto les sería peligroso rehusar ayudarlo a conseguir más plata del FMI. Aunque los chinos suelen ser aún más rigurosos cuando de la disciplina fiscal se trata que los japoneses y alemanes, por razones geopolíticas harían una excepción en el caso de la Argentina hasta tenerla firmemente incluida en su esfera de influencia. La estrategia así supuesta ya les ha brindado resultados promisorios tanto en África como en el Oriente Medio, y, a juzgar por la conducta reciente de Lula que, para alarma de Washington, frente a la invasión rusa de Ucrania ha adoptado una postura que es similar a la de Xi Jinping, está comenzando a producir dividendos en América latina.

Ni Cristina ni quienes militan en su entorno están dispuestos a reconocer que sus intentos repetidos de remodelar la Argentina han tenido consecuencias catastróficas. Como el Lecho de Procusto de la mitología griega en que el protagonista ponía a huéspedes desprevenidos para entonces cortarles sus piernas y brazos o estirarlos a martillazos para que cupieran en él, el relato al que rinden homenaje les ha servido de pretexto para mutilar al país. Como les es natural, insisten en que lo ocurrido no es su culpa sino, en la opinión magistral de Cristina, del Fondo y sus nefastos aliados locales, con mentes colonizadas por los imperialistas yanquis, que no creen en las bondades del Estado omnipresente que los patriotas kirchneristas están procurando construir. Por ahora, los planteos en tal sentido sólo convencen a los ya convencidos, pero en cuanto un nuevo gobierno, sea encabezado por el ganador o ganadora de la interna de Juntos por el Cambio o por Javier Milei, haya dado comienzo al “trabajo sucio” que será necesario para deshacer lo hecho por los kirchneristas, muchos otros podrían sentirse tentados por la idea de que los problemas crónicos del país se deben a una maligna conspiración internacional.

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