domingo, 30 de abril de 2023

Una oposición que olvidó su misión y vive en Babia

 Por Jorge Fernández Díaz

Con explosión o sin ella, con bomba o con veneno, en cámara rápida o lenta, con cualquier resultado electoral o mucho antes de llegar siquiera a las urnas, la historia urde luctuosamente un cierre de ciclo en la Argentina. Una forma de hacer política, de concebir el Estado y de manejar la economía parece tocar a su fin, y el peronismo post mortem que traicionó progresivamente incluso aquellas ideas básicas que Perón había tomado de Il Duce –trabajo, orden, justicia social– no solo se convirtió en todo lo que combatía y detestaba; ahora también se transformó en esa clase de gobernante débil, errático e impotente contra quien solía conspirar y del que siempre se reía. 

El último activo simbólico que le quedaba –”sólo el peronismo puede gobernar”– se evapora pavorosamente en la olla que él mismo olvidó en el fuego y que hoy incendia la cocina. Cristina quiso a Gelbard y obtuvo el Rodrigazo, Alberto coqueteó con Alfonsín y consiguió la híper, y Massa aspiró a ser Fernando Henrique Cardoso y acabó haciendo la parodia de Fernando de la Rúa. Es tan terrorífico el nivel de descomposición del régimen kirchnerista y tan impactante su desmoronamiento que parecemos embobados por el espectáculo y alelados por sus secuelas. Sin renunciar a este género periodístico, acaso sería más conducente poner el foco ya no en las ruinas humeantes, sino en quienes deberán relevar a estos ineptos de antología y reconstruir laboriosamente la casa desde sus cimientos. Es allí donde el panorama se complica y donde la desgracia riza el rizo, puesto que el campo republicano no emite esperanzas consistentes. Sorprende y aterra a la política el hecho de que en diversos sondeos un segmento enorme y decisivo de la sociedad se niegue a opinar, insulte a todos por igual o elija a figuras testimoniales y estrambóticas. Esa actitud tiene, sin embargo, mucha lógica y no sólo por la bronca generalizada, la frustración, el dolor y el desánimo: la gente percibe el terreno opositor como un confuso cardumen informe, y a veces plagado de pirañas endógenas, que carece de un líder nítido y que ha perdido la idea.

El alcalde de Buenos Aires, su heredero natural, renunció en el peor momento posible a su rol de jefe de la oposición; lo hizo cuando la república se jugaba el pellejo y el estado de excepción creado por la pandemia le permitía al kirchnerismo la rapiña y el asalto final a las instituciones. Para muchos votantes esa defección histórica podría ser predictiva y sigue siendo imperdonable. El lugar vacante lo ocupó laboriosamente Patricia Bullrich, que hoy es el gran dolor de cabeza de Rodríguez Larreta. Sin aparato y con gran coraje personal, ella alcanzó una posición competitiva, pero aun así no ha demostrado todavía densidad suficiente para aspirar al máximo sillón: se ahoga en eslóganes duros y se esteriliza en un panelismo endogámico y superficial. Su antagonista, que tenía servido el penal, mandó la pelota a la tribuna, y demostró en estos últimos meses que su aversión al conflicto se parece demasiado a una alarmante carencia de temperamento, y que fue adoptando tácticas erradas y dejando por el camino la sensación de que adolece de talento real para semejante épica. Porque se necesita un gestor en la Argentina, qué duda cabe. Pero no basta con un gestor eficiente. Y además, el liderazgo no se consigue preguntándole a cada rato al ciudadano anónimo qué debe pensar y sentir un estadista sin convicciones para mantenerlo contento. Eso es oportunismo de cuarta. Después están los referentes radicales, pero tienen candidatos de muy baja proyección, y también Elisa Carrió, pero parece reducida definitivamente a ser apenas una gran intelectual de la política. La persona que debe generar ilusión y por lo tanto llamar a la calma, brilla por su ausencia en ese archipiélago neblinoso y en esta noche tempestuosa, y la pérdida de la “idea fuerza” se acentúa, porque la neurosis del internismo parece haberles hecho olvidar quiénes son y qué representan. Fueron votados por quienes pretenden todavía un país normal. El kirchnerismo es orgullosamente una anomalía y Javier Milei opone a esa destructiva extravagancia otra severa excentricidad, pero de signo contrario; un antisistema para desalojar a otro. “A veces un clavo saca otro clavo, pero la realidad es que siempre te quedás con un clavo”, decía una experta en despechos y relaciones amorosas. Milei es el verbo encarnado: en 2001 no había, afortunadamente, un cacique que le pusiera su rostro a la lamentable e infantil consigna “que se vayan todos”. Hoy existe esa cara, que interpreta las muecas de la furia y el tremendismo, y modula una nueva desmesura, y que propone un exótico anarcocapitalismo para conjurar la anarquía peronista, como tirarle brasas ardientes a la hoguera para intentar apagarla. ¿Y cuál es esa idea olvidada por la principal coalición opositora? Un republicanismo popular, amplio y flexible, que se edificó espontánea y colectivamente en las calles y en las plazas, de abajo hacia arriba, y que ha construido un nuevo sujeto histórico. Ese sujeto es un poco liberal, pero también un poco desarrollista y socialdemócrata; tiene algo de peronista republicano, pero a la vez es un convencido institucionalista y un fuerte promotor de la transparencia. No se trata de un individuo con una ideología única y homogénea, sino de una mixtura, un conjunto de ideas transversales y amalgamadas que recoge viejas y nuevas tradiciones, y que las articula y asimila. No se puede hacer esto sólo con los amarillos o únicamente con los radicales, y no se puede hacer esto sin cada uno de ellos. No se puede avanzar transando en temas graves, y tampoco sin un crudo pragmatismo de emergencia. Luego las discusiones son tácticas: más ruptura que continuidad, o viceversa; más shock o más gradualismo; más negociación o más dureza. Pero la situación es tan límite en esta patria descascarada que, incluso a nuestro pesar, no da hoy para el pincel sino para la brocha gorda. Y el hecho de que Milei haya logrado colocar en el centro de la agenda pública la dolarización, y todos giren en torno de su dislocada iniciativa, es menos mérito propio que abandono y distracción de los republicanos, que siguen en Babia. También es cierto que la arquitecta egipcia intenta levantarle al “libertario” las acciones para bajárselas a Juntos por el Cambio. Es la única idea que se le escuchó durante la cuarta o quinta reaparición de los últimos tiempos, todas ellas trasmitidas como en cadena por seis canales de televisión muy obedientes. Se le ha hecho costumbre generar grandes expectativas en los medios y en la militancia, y producir a continuación repetidos chascos: no solo cunde la sequía climática, también la creativa. La orden de rogarle fondos y refinanciamientos in extremis al FMI para no volar por el aire mientras lo vapulea desde la tribuna ya es un clásico de la hipocresía nacional y popular, y un discurso para idiotas. Pero el asunto roza la comedia negra cuando salva de sus rayos y centellas al ministro Massa –a la sazón su desesperado emisario ante el Fondo–mientras sugiere por vía de voceros informales que quizás termine por ungir como candidato presidencial precisamente al Fouché de Tigre, en una nueva operación llamada “Sergio Moderado”. No sería la primera vez que premia con su dedo a un ministro de Economía desastroso: ya lo hizo con Axel Kicillof, que anda anunciando futuros apocalipsis sin enterarse de que la gente de a pie ya está viviendo el suyo y en tiempo real. Respaldar a Massa, aunque sea para que engañe a algunos giles de ocasión y luego pierda, implica convalidar la acción de un funcionario que logró una inflación anual proyectada del 120%, una pobreza real que ya supera largamente el 40%, una peligrosa escalada del dólar con inquietantes goteos bancarios, una tasa que causa asombro en el mundo entero y que conduce a una recesión profunda, un esquema sin precios donde además se está cortando la cadena de pagos, y una estrategia moderna y brillante que consiste en convocar a los piqueteros amigos para que “aprieten” a los empresarios y comerciantes. “Ya di todo”, dijo ella al paso. Menos mal. Esperemos que no se le ocurra seguir dándonos más, madame. Porque estamos en la lona.

© La Nación

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