miércoles, 30 de noviembre de 2022

En qué se convertirá el kirchnerismo

 Por Pablo Mendelevich

¿La única verdad es la realidad? Perón en esta época seguramente no habría podido repetir su apotegma de cabecera sin ser amonestado por la juventud maravillosa de hoy. Le habrían salido al cruce cultores irreductibles del realismo representacional, adictos a la semiología de café, denunciantes metódicos de la invisibilidad de los poderes fácticos, miembros de la asociación amigos de Saint Exupéry, terraplanistas agazapados.

Sin embargo, hay realidades crudas que tenemos delante de las narices, bien lo sugería el General, y nos esmeramos por no ver. Hasta por razones neurológicas. Es bastante conocido el experimento que hicieron estudiosos del cerebro humano, aquel de dos equipos de seis personas, uno de camiseta blanca, el otro de camiseta negra, a quienes un grupo de voluntarios debe contabilizarles la cantidad de veces que se pasan la pelota. En determinado momento un gorila atraviesa la pista, pero los observadores ni lo advierten: están concentrados en contar pases de pelota.

En la Argentina 2022 no se trata de un gorila sino todo lo contrario. Tal vez suene a verdad de Perogrullo, otros dirán “para qué menear este dato”. No faltará un socarrón, chocolate por la noticia. La única verdad, en fin, aquí va (de nuevo): uno de cada cuatro argentinos es kirchnerista. Y muy probablemente lo siga siendo.

El kirchnerismo probó ser la corriente política de núcleo duro más robusto de plaza, lo que significa que su piso, comparativamente alto, no se conmueve demasiado con los oleajes del humor social. Ni con la inflación ni con lo que le suceda al blue, a las jubilaciones o a la educación. Mucho menos con nuevas condenas judiciales por corrupción, si vinieren, que hasta reforzarían el fervor.

Claro que puede expandirse: de hecho, en algunos momentos engordó -fue uno de cada tres- y también algo puede mermar. ¿Qué los kirchneristas serían el 20 por ciento y no el 25? Tal vez. Seguiría siendo una fuerza inusualmente perdurable y musculosa. En 2003 a Néstor Kirchner le alcanzó estar a mitad de camino entre 20 y 25 para llegar al poder. Ramón Castillo salió primero el año pasado en Perú con el 18 por ciento y en segunda vuelta le ganó a Keiko Fujimori (una especie de kirchnerismo de derecha) por 44 mil votos.

Expertos en opinión pública como Jorge Giacobbe hablan del kirchnerista avergonzado. La teoría del kirchnerista avergonzado dice que debido al ostensible fracaso del gobierno Fernández-Fernández (si se quiere ser más amable, a las dificultades que atraviesa el país) muchos kirchneristas no saben bien adónde pararse. Entonces las encuestas dan resultados distorsionados. Efecto Bolsonaro. Inexactitudes. Los instrumentos de medición no permiten medir procesos mentales confusos. Para ahondar en el pensamiento del encuestado se recurre por eso a preguntas indirectas, por ejemplo, acerca del odio y de sus responsables. ¿De qué lado piensa usted que están los odiadores? Pistas para construir radiografías.

Sucede así que a un 20 por ciento de kirchnerismo explícito habría que agregarle un 10 por ciento, estimado, de kirchnerismo escondido. Como se trata de presunciones, tal vez convenga calcular 25. Uno de cada cuatro argentinos. Pero otra cosa es la intención de voto. ¿Por quién votará esa porción del electorado en 2023? Hipótesis: una buena cantidad, por quien Cristina Kirchner diga. La campaña será, probalemente, en base a un leit motiv que ya se escucha: la derecha es peor.

Contar kirchneristas no es tarea fácil también por otras razones. El kirchnerismo repele cualquier organicidad. Está mimetizado, fusionado o quién sabe qué con el peronismo, movimiento septuagenario que carece de perímetro. La oscilante relación del kirchnerismo con el peronismo probablemente sea la clave más importante de la política argentina. ¿Hay pertenencia? ¿Acaso inclusión? ¿Son dos cosas o una sola? ¿El kirchnerismo es “entrismo” versión siglo XXI? ¿O los K finalmente son una corriente interna? Esta discusión nunca va a saldarse. La ambigüedad viene ensamblada de fábrica en ambos artefactos, el peronismo y el kirchnerismo.

Sea lo que fuere, ese vínculo regula el cuadro electoral de la Argentina. Cuando en términos corrientes hoy se habla de “la unidad del peronismo”, en esencia se está hablando de la calidad del pegamento peronismo-kirchnerismo. Pero hay una dificultad taxonómica adicional: en la cultura peronista las migraciones de cabotaje están más naturalizadas que entre las aves. Emilio Pérsico, albertista insigne, refrescó la semana pasada la explicación de por qué volver es el verbo que organiza la dinámica del peronismo. En su caso le tocó volver a ser cristinista.

Casualmente ahora la lideresa del kirchnerismo está volviendo a citar a Perón (cuyo monumento inauguraron en 2015 Macri, Tula, el hijo de Hugo del Carril, Hugo Moyano y, recuérdese una vez más, ningún kirchnerista), cosa que muchos atribuyen a que se acaba de largar la temporada electoral. Cambió el menú. Alberto Fernández y los funcionarios que no funcionan desaparecieron por completo del discurso. Junto con Perón entró la inseguridad, asunto “de la derecha”.

El porcentaje preciso de kirchnerismo estable, es cierto, puede ser discutible, pero si convenimos que anda en torno del 25 por ciento, ¿qué significa eso, no en términos electorales sino de funcionamiento del sistema político? Simple: que un cuarto del electorado prefiere una opción contestataria. Todavía hay que agregar a la izquierda de raíz marxista, que en las últimas elecciones resultó la tercera fuerza más votada, con una marca del orden del 5 por ciento. El Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) pasó de tener dos diputados a cuatro, lo que sólo significa el uno y medio por ciento de la cámara, pero su influencia sindical, en las organizaciones sociales y sobre todo en la calle es infinitamente superior.

Autopercibido progresista y revolucionario, el kirchnerismo funciona articulado con los más rancios conservadurismos provinciales. Su vanguardia juvenil lleva el nombre de un dirigente conservador, el odontólogo Héctor Cámpora, al parecer debido al malentendido que lo hizo aparecer 49 días como presidente izquierdista. Prevalece en el kirchnerismo el aire antisistema musicalizado por los pibes para la liberación. La líder deplora la alternancia y dice añorar un nuevo orden, otra Constitución, estatizar todo lo que se pueda, imponer una soberanía alimentaria, que los jueces sean elegidos por voto popular en campañas politizadas, una Corte Suprema multitudinaria auditada por los feudalismos provinciales, controlar el Consejo de la Magistratura, borrar el periodismo profesional, alinear los medios de comunicación y consagrar una política exterior proclive a Rusia y China. Ahora mismo desató un conflicto de poderes entre el Senado y el Poder Judicial porque pretende con una artimaña llevarse más sillas del Consejo de la Magistratura de las que le corresponden. Como sea.

El kirchnerismo, por otra parte, ya mostró durante el gobierno anterior qué entiende por ser opositor. No vale la pena repetir todo, bastan tres estampas: el boicot a la asunción de Macri, las manifestaciones golpistas con el infaltable ícono del helicóptero y las 14 toneladas de piedras arrojadas contra el Congreso cuando se trataba la reforma previsional.

El sindicalismo peronista avisó –nunca lo había hecho tan temprano- que no le permitirá a un futuro gobierno de Juntos por el Cambio avanzar con reformas. Todo esto promete para 2023 una intensa campaña electoral, ojalá que sincera. Hoy el debate público parece acaparado por nombres propios, lo cual pone en evidencia la incertidumbre del oficialismo, por una parte, y la desmedida, por momentos desmadrada pelea por el poder en Juntos por el cambio, por la otra.

Suele escucharse que el tema de las candidaturas relega lo importante, que es la discusión sobre el futuro, la pobreza, la indigencia, el control de la inflación, el crecimiento sostenido de la economía, la educación, las metas, los programas, el modelo de país, la inserción en el mundo. Aunque tal vez hay algo previo: las reglas.

¿Es viable la democracia del 70 por ciento? En el supuesto de que se lograra avanzar en acuerdos dentro del 70 por ciento, ¿qué pasaría con el otro 30 (o 25)? Está volviendo a circular en los mentideros políticos la idea de que el próximo gobierno necesitará sí o sí obtener un fuerte respaldo en las urnas para poder llevar adelante consensos que permitan reformas y medidas poco simpáticas. Pero la historia desmiente que haya un link entre potencia electoral y éxito. Kirchner, con la peor génesis electoral de la historia en una consagración presidencial, inauguró un gobierno fuerte de doce años y medio. De la Rúa, votado nada menos que por la mitad de los argentinos, cayó a los dos años y le siguió el desastre.

Suele atribuírsele a Javier Milei, a quien con estándares europeos se califica de ultraderecha, la encarnación del extremismo antisistema. Muchos analistas dicen que, ideas aparte, es Milei quien mejor canaliza el enojo. Ahora están atentos a descubrir su aptitud acuerdista, si es que la tiene, porque de eso depende, en parte, la fortaleza del frente opositor. El kirchnerismo es una fuerza contestataria de mucha más envergadura y experiencia cuya líder repite que no hay estado de derecho porque los jueces que la juzgan por corrupción son pelotones de fusilamiento y se esfuerza por demostrar que detrás del intento de asesinarla estuvo la oposición.

Sin duda hace falta discutir cómo ejercerá cada uno el lugar que le toque según la voluntad popular, no sólo candidaturas.

CFK se modera en temporada preelectoral. Ya empezó. No ataca más a Alberto Fernández.

© La Nación

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