sábado, 24 de septiembre de 2022

El autor y su doble

 Por Guillermo Piro

Las circunstancias me obligan a emprender la tarea de repetir lo ya dicho –aunque es cierto, en fecha incierta; como se suele decir: el público se renueva–. Desde hace tiempo, en este espacio el que suscribe se ha empeñado en arrojar luz sobre ciertos aspectos de la traducción, pero como era de prever la cuestión fue en vano: nadie lee estas columnas. Y si las lee, no presta atención a lo que se dice en ellas. O si presta atención a lo que se dice en ellas, manu militari lo olvida. Me refiero a la ilusión, tolerable en cierto tipo de lector, que resulta inadmisible en otro, esto es, a quién se lee cuando se lee una traducción.

Mi madre, que era adepta a los libros de recetas y a las novelas de aventura –prefería las que ocurrían en África, pero no desdeñaba aquellas cuya acción se desarrollaba en el desierto del Nefud o incluso en la sabana del norte de Australia: así de heterogénea era mi madre–, mi madre, decía, no podía escindir la figura del autor de aquello que se deslizaba ante sus ojos, en español o en italiano. Amaba la evasión, huir de este mundo, y ese tipo de novelas –de Wilbur Smith, Brian Moore, James Street, Jack Higgins: recuerdo solo algunos, no son todos– le permitía, además, saciar su sed de peripecias y geografía. Nunca conseguí hacerle entender que lo que estaba leyendo no era lo que cualquiera de esos autores había escrito. Ahora que lo pienso, tal vez se trató de mi propia impericia –hasta podríamos quitar el tal vez y quedarnos con la impericia como absoluta responsabilidad mía–, lo cierto es que nunca logré que dejara de decir que adoraba “la maravillosa prosa de Jack Higgins” –amaba a Jack Higgins–, aunque me ocupara de explicarle que lo que estaba leyendo no era a Jack Higgins, sino a otro, un segundo cuyo nombre constaba en la portadilla, que escribía por él, o si se quiere que vertía en españo lo que creía o entendía que Jack Higgins estaba diciendo. Se trata –hablo en presente porque aunque mi madre ya no lea y ella no se esfuerce por comprender y yo por que lo comprenda, el malentendido sigue teniendo lugar, solo que sin mi madre–, se trata de una operación compleja, porque se visualiza de inmediato, pero se olvida al instante siguiente.

Y digo que en determinado momento abandoné el intento de que mi madre entendiera, pero no abandono el intento de que lo entiendan mis lectores contemporáneos y correligionarios, incluso aquellos lectores llamados “profesionales”, que escriben reseñas en los diarios vertiendo sus impresiones sobre lo leído, y que pierden todo atisbo de verosimilitud cuando profieren una de esas frases detestables, del tipo “la maravillosa prosa de”, aplicable, si se quiere, a un autor leído de primera mano, sin traductor mediante, y tantas otras frases similares, semejantes y análogas que dan cuenta de que, como le ocurría a mi madre, el lector no es capaz de discernir con firmeza y convicción qué carajo está leyendo.

Incluso hay cierta fraseología un poco estúpida –como toda la fraseología que rodea y acapara a los libros– que habla de estar a solas con el autor de un libro, algo que me atrevería a poner en duda incluso tratándose de un libro escrito en español: tanta es la gente que colabora en la escritura de un libro, tanta es la gente que toma decisiones y propone soluciones que al autor ni siquiera se le habían ocurrido, que el simple hecho de hablar de autor es en sí mismo una falacia, si no indudable al menos atendible.

En suma: no, cuando leen una traducción no están leyendo la maravillosa prosa del autor. Tal vez haya algo de la maravillosa prosa del autor en algún resquicio del libro, al final de una frase, en algún diálogo, perdido en alguna parte; tal vez, en determinado momento, el traductor haya logrado reproducir exactamente lo mismo que el autor había escrito. Pero esas posibilidades son dudosas. Más bien, viendo las traducciones españolas que ustedes suelen leer, yo diría que es imposible.

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