domingo, 14 de agosto de 2022

La superchería ideológica que nos hundió en el fracaso

 Por Jorge Fernández Díaz

Primo Levy asevera que cada época tiene su fascismo. Se entiende aquí ese vocablo no como un mero sinónimo de rasgo autoritario o de irreductible tiranía popular, sino específicamente como el autodenominado “socialismo nacional”, serio experimento que creó, maximizó y malogró Il Duce y que fascinó a una pléyade de posteriores caudillos latinoamericanos, empezando por el general Perón, quien fue testigo ocular de su génesis en Roma, y quien en 1944 les aseguró a los más relevantes miembros de la comunidad italiana en Buenos Aires: “Me propongo imitar a Mussolini en todo, menos en sus errores”. 

Aquel novedoso experimento que conjugaba el “socialismo con el amor por la patria” (sic) interesó vivamente a intelectuales marxistas y nacionalistas, hizo escuela en el continente, encarnó en la revolución cubana y en sus brotes “emancipadores” y guevaristas, animó a la “juventud maravillosa” (intensa y principalmente a Montoneros) y regresó mucho después para reinventarse en Venezuela como el sonado Socialismo del siglo XXI, en Nicaragua con el patético sandinismo de última generación y en sus imitadores de distinto tamaño y gradación, casi todos ellos aliados estratégicos del cuarto gobierno kirchnerista. El escritor argentino Marcos Aguinis, munido de una profusa bibliografía, quiso regresar a las fuentes para indagar el fenómeno, escribió una entrevista ficcional pero muy bien documentada con Margherita Sarfatti –intelectual, novia secreta de Mussolini y su socia ideológica–, y acaba de publicar un libro que muestra los hilos y filiaciones entre aquellos fascistas puros y duros y estos populistas pasados por el filtro de las distintas reglas del presente; significativamente, la obra se titula La amante del populismo. Allí se comprueba que, en efecto, “asociar nacionalismo con mejoras sociales era el carozo original” del sistema fascista, y que mezclar izquierda con derecha, una dinámica natural y frenética de su armado político. El propio Mussolini pasó sin prejuicios de una a otra posición, y reconvirtió a muchos antiguos camaradas en nuevos compañeros de ruta bajo consignas como la “autarquía nacional” y haciendo apología del oportunismo; también con su odio hacia al régimen parlamentario, que empuja siempre hacia la “eterna polémica”. Este “socialismo nacional”, enemigo mortal del “demoliberalismo”, fue elogiado por Perón porque constituía una opción “interesante” entre el comunismo ruso y el capitalismo norteamericano (la tercera posición); trabajaba sobre las masas, las excitaba y les otorgaba una fe: “También un dictador puede ser querido, al mismo tiempo que le teme la multitud –confiesa Sarfatti que le confesaba su amante– La multitud ama al hombre fuerte. La multitud es una mujer”. Un pueblo sometido a su líder y transformado en un rebaño fiel. A propósito, Spinoza se preguntaba: “¿Por qué los hombres luchan por su servidumbre como si fuese por su redención?”. Margherita apunta: “Comprendí tarde que el fascismo empuja hacia la servidumbre y estimula una falsa alegría para aumentar la servidumbre como si fuese una liberación. Horrible paradoja que reproducen los populismos. Semejante tragedia se viene repitiendo desde la oscura prehistoria y amenaza con proseguir durante mucho tiempo más”. La dama en cuestión, a la que Aguinis da vida metiéndose en sus libros y discursos y en su mismísima piel, se encontró con Roosevelt y su esposa en la Casa Blanca; viajaba como embajadora informal del déspota de Italia, que tanta influencia había derramado también sobre el nacionalsocialismo alemán. Estados Unidos atravesaba una grave crisis económica, pero su presidente estaba convencido de que saldría adelante gracias al apoyo de la “iniciativa privada, un camino diferente al del fascismo, que propugna una incesante hipertrofia del Estado mediante demagógicas estatizaciones”. En ese momento, Roosevelt añade: “Soy contrario a los subsidios para los desocupados, porque desacostumbran a trabajar”. Como Marcos Aguinis detalla al final sus fuentes reales aunque a la vez indica que se trata de una novela histórica, no podemos dar por verdadera cada palabra, pero sí el sentido general de lo que cuenta: consciente o inconscientemente los populismos ulteriores –aun los autopercibidos como de “izquierda”– se inspiran en esa matriz, y quedaron marcados por ella para siempre.

Es oportuno recordar cada tanto el concepto que anida en el disco rígido del Instituto Patria. No sabemos qué giro le hubiera dado a la cosa el mismísimo Perón, quien a pesar de su exilio franquista vivía de cerca la nueva y próspera experiencia democrática europea, y de hecho Menem canceló aquella exégesis originaria. Pero son los Kirchner, cuya única religión era efectivamente el oportunismo, quienes la resucitan y la convierten en relato viviente y en política exterior. El “socialismo nacional” –tal como lo confirma el exjefe montonero, pariente político de la Pasionaria del Calafate y padre del actual embajador argentino en China– fue un plan pergeñado durante los 70 que recién se consagró cincuenta años más tarde en un conjunto de naciones de América Latina. El neocamporismo recogerá esa tradición, y es por eso que el kirchnerismo de paladar negro buscará siempre crear un régimen de partido único e instaurar un Nuevo Orden. Su programa confeso para la Argentina 2019 consistía en mejorar la economía, arrasar en las urnas durante las elecciones de medio término y ejecutar el asalto final al sistema republicano, destruyendo la independencia judicial, reformando la Constitución, y acotando con esos mecanismos la libertad de prensa y de empresa. La mala gestión y una sociedad indignada no se lo permitieron, y es por eso que entre ellos se justifican con dolor: no tenemos el poder político suficiente para imponer las medidas duras; nos vemos obligados a negociar. Imponer ha sido el verbo revolucionario de los fascistas de izquierda, como llamaban Sebreli, Giussani y Jacobo Timerman a los integrantes de la Orga. Y ahí está el Fouché del condado de Tigre –un ser sin ideología criado en el “neoliberalismo”– como muleto de emergencia para que los restos del proyecto de fondo no acaben en espectacular naufragio y para que tengan en el futuro al menos una nueva chance. Fernando Vaca Narvaja se queja de la tibieza militante: no se puede caer en posibilismo, aceptar resignadamente que no da la correlación de fuerzas. Alberto Fernández debía construir la pista para que el avión de la radicalización tomara vuelo, pero fue el propio ideario anacrónico del “socialismo nacional” –adaptado al actual mercado y a la democracia argenta– precisamente lo que los metió en este laberinto incendiado. La superinflación y sus terribles secuelas sociales y económicas son resultado directo del plan platita, que en nombre del fantasma de Gelbard fue ordenado por la madre de todo el desastre: Cristina Kirchner. Pero el problema viene de mucho más atrás, y se inscribe en un modelo según el cual cualquier ajuste es demoníaco, la emisión eterna es progre, la inflación no es un problema y el Estado debe dedicarse a garantizar el proteccionismo, a sistematizar la dádiva, a culpabilizar y acorralar a los empresarios y a explotar al pueblo productivo con impuestos salvajes. Todas estas supercherías económicas, operadas por médicos brujos, nos trajeron hasta este sonoro fracaso. Y Massa es el mensaje: no hay autocrítica, solo meras ataduras con alambre en medio de la fragilidad, y huidas hacia adelante tomando hipotecas. El argumento más delirante es que además este operativo desesperado se hace para defender a los argentinos de la “derecha”. La genealogía de esas ideas viejas que ahora recuerda Aguinis convierte todo esto en una broma. Una broma macabra.

© La Nación

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