domingo, 28 de agosto de 2022

Cristina, el lado oculto de la pasión

 Por Gustavo González

El problema no es que la gente sabe que Cristina Kirchner es corrupta. El problema es que la gente sabe que Cristina Kirchner es inocente. En definitiva, el problema es que hay distintas gentes y cada una tiene la certeza absoluta, y contrapuesta, sobre quién es la vicepresidenta.

Cuando los políticos hablan en nombre de “la gente”, intentan transmitir que lo hacen en nombre de todos o, al menos, de una amplia mayoría. Pero no. Hablan en nombre de los sectores a los que representan y, si lo hacen bien, lo que dicen va a ser muy similar a lo que piensan y dicen sus representados.

Eso en verdad expresa la palabra “gente”, que viene del latín “gens” y significa tribu, familia, clan, un grupo de pertenencia económico o social. Por eso, cuando se dice “la gente sabe que…”, lo que se debe interpretar es que quienes “saben” son sectores unidos por un mismo sistema de creencias, valores o intereses.

En cambio, es lo que llamamos sociedad (“societas”, unión) lo que reúne a todas las “gentes” dentro de un espacio en común, un país.

Amor y odio. La Justicia no responde, no debería responder, a lo que piensan o dicen determinados sectores. Jueces y fiscales son parte de la estructura de poder que la sociedad aceptó construir para hacer cumplir sus normas de convivencia. Solo los guía, los debería guiar, la aplicación de ley.

Después la gente (o sea, cada uno de los distintos sectores) dirá si lo que la Justicia determina coincide con lo que esperaban de ella. En general, cuando la “gente” pide justicia, lo que consciente o inconscientemente pide, es que los fallos le den la razón.

En el caso Vialidad, los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola solicitaron 12 años para Cristina Kirchner, acusándola de encabezar una asociación ilícita. Un sector de la sociedad no necesitó ver una de las decenas de horas de sus alegatos, para saber que los fiscales tienen razón. Otro sector, tampoco necesitaba escuchar la defensa de Cristina para saber que la están acusando sin motivo. Einstein sostenía que era más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.

El nivel de pasión de quienes en los últimos días se movilizaron frente a su domicilio para demostrarle su amor o su odio, no admite lugar para las dudas.

No está mal que los dirigentes sean lo que representan, pero se supone que su trabajo es aportarle algún nivel de racionalidad a la pasión. Sin embargo, desde la oposición se llegó a pedir la pena de muerte para Cristina y, desde el oficialismo, se amenaza con una rebelión popular si la Justicia la condena.

Lawfare vs. lawfare. Hace casi dos décadas que en esta editorial (diario PERFIL, revista Noticias) se investiga la corrupción en la obra pública durante el kirchnerismo. Bastantes años antes de que los involucrados fueran conocidos masivamente y de que muchos medios se hicieran eco de ello. Se lo hizo con pasión profesional, pero con la racionalidad necesaria para separar lo verdadero de lo verosímil y lo probado de lo falso.

¿Cuántos de los comunicadores que en los últimos días lanzaron conclusiones lapidarias y hasta insultos contra Cristina Kirchner, Lázaro Báez, Mauricio Macri y Nicolás Caputo, leyeron las causas en las que se los menciona? No digamos todas las causas, una parte, una lectura cruzada…

La “gente” tiene el derecho de dictar sentencias simbólicas en base a sus prejuicios, pero ni los periodistas ni los políticos deberían caer en el ejercicio pasional de las profesiones.

La vicepresidenta apunta a la pasión de quienes la aman y, como réplica, recibe la pasión de quienes la odian. A esta altura del proceso judicial, no le queda más que dinamitar ésta y todas las causas con un mismo argumento. Ninguna prueba es válida, todas son producto del lawfare, de la connivencia entre intereses políticos, judiciales y mediáticos. Su relato no solo intenta ponerse en el lugar de víctima, sino en sumar en ese rol a todo el peronismo.

Alberto Fernández la apoyó de inmediato. Principalmente, por la necesidad de demostrarle que, si no hizo más por su situación legal, es porque no pudo. Es una duda que ronda al cristinismo y se acentuará si se llega a una condena: “¿no pudo?”. La pregunta, por sí misma, indica que el debate de fondo sobre el lawfare parece ser el debate sobre quién controla el lawfare.

Nisman. En el intento, el Presidente abrió una nueva polémica al decir que “hasta acá, lo que le pasó a Nisman es que se suicidó. Yo espero que no haga algo así el fiscal Luciani”.

La primera cuestión es que en junio de 2018 la Cámara de Apelaciones confirmó el fallo de primera instancia que sostiene que a Nisman lo mataron. Es cierto que el caso no tiene sentencia firme, que no se establecieron ni el móvil ni el asesino (Lagomarsino está imputado como “partícipe necesario”) y que hay investigadores serios que afirman que fue suicidio. Lo correcto, en todo caso, hubiera sido decir “hasta acá, lo que le pasó es que lo mataron” y, de ser así, la mención presidencial al fiscal Luciani puede resultar amenazante.

Pero la cuestión adicional es que para la mayoría de los diputados de Juntos por el Cambio cualquier opinión sobre el tema implica violar el artículo 109 de la Constitución que le prohíbe al Presidente “ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas.” Por este motivo iniciaron un pedido de juicio político para destituirlo.

En la Argentina, la politización de la Justicia volvió natural que los presidentes opinen sobre fallos, jueces y fiscales. En mayor o menor medida, lo hicieron todos. Y aunque no infringieran ninguna norma constitucional, lo ideal sería que los mandatarios se abstuvieran de opinar en esa materia. Pero no es lo que ocurre ni ocurrió.

¿Es correcto empezar a hacer con este presidente lo que no se hizo con los anteriores o pedir que se vaya es producto de un estado pasional que hoy atraviesa al país? Facundo Manes piensa lo segundo. Igual que dirigentes como Gerardo Morales y Margarita Stolbizer, que de todos modos acompañaron la iniciativa opositora.

Campos de batalla. El estado pasional del país está influido por la crisis económica de una década y por las secuelas de la pandemia, pero también por las fuerzas de choque que pugnan en medio de un cambio de época.

Mientras las encuestas reflejan a una mayoría social que quiere terminar con la grieta y aparecen dirigentes que traducen esa necesidad en estrategias de consenso, hay sectores y dirigentes que acentúan la polarización porque creen que es el momento de acabar de una vez por todas con el lado opuesto de la grieta.

La política, la Justicia, los medios, son el campo de batalla de este cambio de ciclo entre lo que no termina de morir y lo que todavía no nació. En la transición, seguiremos conviviendo con este estado de emoción violenta que parece siempre a punto de estallar. Y que nos hace perder tanta energía y tanto tiempo.

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