jueves, 28 de abril de 2022

Los argentinos, ¿estamos ya suficientemente hartos de la inflación?

 Por Marcos Novaro

Para saberlo habría que preguntar, con más precisión, qué sacrificios estamos dispuestos a hacer para combatirla. En el gobierno actual parecen seguir convencidos de que no muchos, así que pueden seguir demorando una solución.

Gobiernos y bancos centrales de todo el mundo hacen en estos días públicas autocríticas por no haber podido evitar que la inflación se les fuera de control en la salida de la pandemia. Y es mejor que las hagan, saquen conclusiones rápido y corrijan su comportamiento, porque los votantes a quienes representan no les van a perdonar si esta situación se prolonga.

¿Cuánto se aceleró la inflación en esas economías, sean centrales o periféricas? Entre 2 y 4% al año, respecto a lo que estaban acostumbradas.

Esa es la suba que se ha registrado, no en el último año, sino en el último par de meses, en Argentina. Y, sin embargo, nuestro gobierno y nuestro Banco Central, aunque dicen querer hacerle la guerra al flagelo, de autocrítica nada y en los hechos siguen alimentándolo, con más gastos, nuevos impuestos y paritarias aceleradas prácticamente sin techo.

La conclusión que cabe extraer es que, al menos hasta aquí, nuestras autoridades entienden que por más que los argentinos digan estar hartos de una inflación cada vez más desbocada, tal como reflejan las encuestas, en verdad no están aún realmente dispuestos a hacer los esfuerzos y sacrificios necesarios por combatirla. Así que la postura más conveniente para ellas es simular preocupación, e interés en reducirla, anunciar controles, acuerdos, disposiciones, pero no tomárselo muy en serio. Precisamente lo que hizo Alberto, llamando a la guerra y descartando en el mismo instante cualquier medida que no haya ya demostrado reiteradamente su esterilidad.

Lo cierto es que vivimos hace ya dos décadas con muy alta inflación, y hemos seguido votando gobiernos que fracasaron en combatirla, o directamente ni se interesaron en intentarlo (la primera década kirchnerista, recordemos, ella fue bienvenida como un sano “lubricante del crecimiento”). Punto de partida ineludible para saber si estamos experimentando realmente un cambio en este terreno, y se va a poder encarar un plan de estabilización en serio dentro de no mucho, con apoyo firme de la sociedad, o aún tenemos que recorrer un escabroso camino de crisis y aceleración inflacionaria, semejante al de fines de los años ochenta para que algo así sea posible.

La larga historia de convivencia de los argentinos con la inflación nos condiciona: demasiada gente tiene metido en la cabeza un chip que le permite convivir con ella. Y aunque esto esté siendo compensado por la cantidad creciente de trabajadores, consumidores y empresarios que han tomado conciencia de los perjuicios que les significa, y están decididamente hartos, por otro lado, siguen existiendo unos cuantos, mejor organizados, que todavía extraen buen provecho del régimen de alta inflación.

Ante todo, entre estos últimos se cuenta el grupo gobernante: la inflación le permite repartir lo que no tiene, y volverse imprescindible a los ojos de los más necesitados. Es, en suma, un negocio político redondo. Reparte bonos, subsidios y aprueba paritarias cada vez más abultadas, y de vigencia más breve, mostrándoles a los “beneficiarios” su disposición a reponer todo lo que “el mercado les quite”, y más, a medida que suben los precios. Con lo cual se reafirma, una y otra vez, en su función: sin él al mando, nos dice, la supervivencia misma de amplios sectores estaría en peligro.

Los sindicatos ya negocian paritarias para proteger los salarios ante la inflación

También los jefes de los grandes sindicatos nacionales tienen un rol provechoso en esta rueda inflacionaria de la felicidad: solo ellos están en condiciones de negociar y firmar acuerdos que preserven mínimamente la capacidad adquisitiva de los salarios, por lo que, cuanto más acelerada es la suba de precios, más se necesita de su expertise y más frecuentemente tienen ocasión de probarse en ella. Lo que hacen, hay que reconocer, en general con gran eficacia. Se entiende, por tanto, que tan pocos se acuerden de asuntos como la descentralización o la democracia sindical.

Es cierto, por otra parte, que estos gremios representan una porción cada vez menor de la fuerza laboral. Pero también lo es que algunas organizaciones de desocupados han tendido a reproducir esas pautas: tienen por máxima aspiración ser reconocidas como sindicato, y negociar las actualizaciones de los planes y subsidios como otra paritaria más del sector público.

Y no son ajenas a estos mecanismos las asociaciones empresarias sectoriales, que actúan como contrapartes de dichos acuerdos. Y se han tendido a especializar en las negociaciones de precios y salarios a dos bandas, con los gremios y con el Estado: buscando congraciarse todo lo posible con los primeros, para reducir la conflictividad, y descargando los costos consecuentes en los consumidores y contribuyentes, sea vía precios o, cuando eso por algún motivo no es posible, o no es suficiente, vía las compensaciones que se pueden extraer del sector público (típicamente, a través de subsidios, mercados protegidos y créditos subsidiados).

En el mundo se discute si el actual resurgir de la inflación se debe a limitaciones de la oferta de bienes, a una política monetaria demasiado expansiva para superar la pandemia, y que generó inflación de demanda, o a una combinación de todo esto más el hecho de que el virus sigue generando incertidumbre, que se traslada a los precios.

Nosotros, por suerte o por desgracia, podemos estar seguros de que tenemos todos esos problemas juntos, y les sumamos una inercia inflacionaria descomunal, que complica cualquier intento de estabilización.

La economía argentina y su estrecha relación con la alta inflación

Inercia asociada a la muy amplia disposición de nuestra sociedad a convivir con la suba de precios y a normalizarla. Lo que se corresponde, a su vez, con un hecho muy peculiar de nuestra historia: salvo dos períodos acotados, entre 1899 y principios de los años treinta, en que rigió el patrón oro y una caja de conversión, y entre 1991 y 2001, en que rigió la convertibilidad, hemos vivido siempre con alta inflación, y cuando no la tuvimos fue porque se ató nuestra moneda a un patrón de valor externo, imposible de alterar para las autoridades.

Eso significa que la inflación nos afectó con gobiernos populistas y no populistas, con economía cerrada o abierta, pujante o estancada, con un Estado muy grande e intervencionista o sin él. Por lo cual resulta muy difícil esperar que vaya a desaparecer simplemente reduciendo el peso del Estado, o abriendo la economía, o provocando una recesión y una baja en la demanda. Seguramente habrá que hacer algo más, algo que requiere muchísimo más tiempo que un ajuste, que esta o aquella reforma: construir confianza en el Estado, y honrarla durante una buena cantidad de años.

Es porque resulta tan difícil siquiera imaginarnos cumpliendo los requisitos que eso supone, esto es, desarmar los hábitos acendrados de actores muy bien organizados y poderosos que viven cómodos en una economía inflacionaria, convencer a los millones que dudan y seguirán dudando de que el esfuerzo de superarla valga la pena, etc., que se ha echado a rodar en los últimos días la alternativa mucho más simple de tomar prestada esa confianza, una vez más, del exterior, como se hizo en 1899 y de nuevo en 1991, ahora a través de la dolarización.

Los economistas no se ponen de acuerdo al respecto, porque dolarizar tiene también sus costos y complicaciones, pero eso no es lo que nos importa discutir aquí. Lo cierto es que si a muchos los tienta la simplicidad de esa solución es porque no confiamos en que como sociedad estemos en condiciones de hacer el trabajo de construir una moneda confiable, de lograr algo tan elemental para cualquier país y economía como que el Estado cumpla la palabra que empeña en un billete.

Así que no es audacia lo que hay detrás de la idea de dolarizar, sino resignación. Tal vez ella esté justificada, por nuestra historia no es fácil descartarlo, pero como sea, conviene que no nos engañemos sobre lo que conlleva: el acto de un gobernante y de una sociedad que se reconocen impotentes.

Entre la situación actual y esa hipotética resignación final todavía hay algo de tiempo y oportunidades para ensayar la creación de una moneda. No está mal que las opciones estén a la vista desde el vamos, si todo lo demás falla.

© TN

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