sábado, 26 de marzo de 2022

La caída de Frondizi / El día en que sacaron de Olivos a un estadista honesto

 Arturo Frondizi, el estadista

Por Pablo Mendelevich

“Arturo, estoy orgullosa, estoy muy orgullosa”, le decía Elena Faggionato a su esposo. Eran las siete y media de la mañana del jueves el 29 de marzo, hace ahora sesenta años. Arturo Frondizi salía detenido de la Residencia de Olivos a bordo de un Chrysler que, con otros dos autos de custodia, lo iba a trasladar en medio de la indiferencia generalizada al Aeroparque para volar en un avión de la Marina, en apenas quince minutos, a la isla Martín García. Pasaría un año y medio preso, la última parte en el sur. Más tiempo que su reemplazante en la Casa Rosada.

Aquel amanecer se concentraron en Olivos funcionarios y dirigentes. Afuera se juntó medio millar de partidarios, no con pretensiones de resistencia sino con espíritu de acompañamiento, como si quisieran velar a un gobierno fenecido. Frondizi parecía tranquilo, contaron testigos. Confortaba a los más apesadumbrados. Pero su rostro anguloso lucía algo pálido. Había pasado una mala noche. Todo el mes, en realidad, había sido pésimo. Sus postreras acrobacias para evitar la caída, sobre todo la concesión hecha a los golpistas de intervenir las ocho provincias en las que venían de ganar las elecciones el peronismo y el neoperonismo, entre ellas la de Buenos Aires, resultaron ostensiblemente inútiles. El final no sorprendió a nadie. Tampoco conmovió demasiado.

Poco antes de las cuatro de la mañana el comandante en jefe del Ejército, Raúl Alejandro Poggi, envió a las unidades militares un radiograma con prosa más señorial que marcial: “El señor presidente de la República ha sido depuesto por las Fuerzas Armadas. Esta decisión es inamovible”. Lo de inamovible aludía a los precedentes que habían quedado en veremos: 29 planteos militares, incontables intentos truncos de golpe, un torrente insoportable de inestabilidad. A las 4.20 el contraalmirante Gastón Clement le comunicó a Frondizi por teléfono de manera oficial su derrocamiento.

El gobierno de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI) había nacido en las urnas el 28 de febrero de 1958 con un robusto apoyo popular logrado gracias –entre otras cosas– al préstamo de votos peronistas arreglado con Perón, que de algún modo burlaba la proscripción del peronismo de la que los espíritus de la Revolución Libertadora se enorgullecían. La UCRI venció a la Unión Cívica Radical del Pueblo (Balbín) por 45% a 29. Un inflamado 8% de votos en blanco recordaba que la fiesta cívica no era plena.

El ganador conquistó todas las gobernaciones, se quedó con la totalidad del Senado y con 133 bancas de diputados (contra 52 de la UCRP). Poder político institucional pocas veces reunido. Ese gobierno es el que terminó liquidado por los militares a los dos tercios del mandato. Fueron cuatro años turbulentos, intranquilos, desgastantes, a la vez audaces, creativos, con un proyecto industrialista, una intrépida política petrolera, la política exterior más proactiva y profesionalizada en décadas. Ni la frivolidad ni la deshonestidad encontraban espacio.

Frondizi el intelectual, el lector infatigable, tenía un hermano filósofo, laicista, Risieri, que fue el rector de la Universidad de Buenos Aires con quien el propio presidente se enfrentó en el arduo debate “laica o libre”. Otro hermano, Silvio, era un teórico marxista; terminaría asesinado en 1974 por la Triple A. Ladeado por el singular Rogelio Frigerio, quien había conocido la picana eléctrica como marxista principiante pero solo se había guardado el método dialéctico, Frondizi aparecía como un fenómeno más complejo, también más hondo que el de los políticos convencionales. En plena Guerra Fría, a los militares fervorosamente anticomunistas les planteaba un desafío taxonómico. No alcanzaba a disuadirlos el hecho de que Richard Nixon había venido a su asunción. Tampoco que John Kennedy, con quien estableció un muy buen vínculo a partir de la mediación sobre Cuba, respaldó a través del embajador Robert Mc Clintock al presidente constitucional hasta –literalmente– el penúltimo día. Junto con el comunismo, a los militares los obnubilaba “el problema peronista”, como se decía en los casinos de oficiales cuando se quería hablar, simplemente, del peronismo.

El avance electoral peronista nada menos que en la provincia de Buenos Aires, con el malogrado Andrés Framini, fue lo último que desgarró la sensible piel castrense, pero no lo único que determinó el desalojo, esta vez sí, de Frondizi. En la lista estaba, además de la entrevista secreta con el Che Guevara en Olivos (18 de agosto de 1961), la oposición inicial a romper relaciones con Cuba (después Frondizi cedió) y a alinearse en esa espinosa materia con la posición norteamericana. Alicaído, Frondizi hizo desde febrero toda clase de esfuerzos para que lo dejaran seguir gobernando, como correspondía, hasta 1964.

Fuerte y débil

Era fuerte gracias a su vigor originario, a su determinación, su enorme inteligencia, su sólida formación intelectual y su habilidad política no exenta de pragmatismo. A la vez era un presidente débil. No solo porque el pacto electoral con Perón se destartaló en el rodamiento, es decir, con las primeras huelgas obreras, los sabotajes y la temprana represión, que inauguró un círculo vicioso. Frondizi vivía tutelado por unas Fuerzas Armadas cuya solución para “el problema peronista” no era unívoca. Lo cual se terminó de verificar meses después, cuando azules y colorados, que ofrecían distintas maneras de tramitar la intolerancia, decidieron arreglar sus diferencias a cañonazos donde fuera, inclusive en el medio de la ciudad. Vaya interna. Al estremecimiento de los bombardeos (todavía puede verse algún vestigio en Parque Chacabuco) Frondizi lo siguió por radio, en la soledad de Martín García. Habrá reconocido en esos momentos la piedra que tenía en su zapato.

Tras dejar un número nunca bien aclarado de muertos y heridos (tanto militares como civiles), triunfaron los azules, es decir los “legalistas”, que estaban liderados por el general Juan Carlos Onganía. Rótulos para nada indelebles: tres años después el líder “legalista” era el nuevo dictador.

Por una razón fortuita, coinciden varios historiadores, el golpe del 29 de marzo de 1962 fue el único de los seis que no instaló un dictador hecho y derecho. Estuvo a punto de ser el general Poggi, quien se apersonó la misma tarde del jueves 29 en la Casa Rosada para calzarse la banda y jurar, solo que el senador José María Guido, presidente provisional del Senado, le ganó de mano jurando primero en el Palacio de Tribunales frente a la Corte Suprema completa. Patrocinado por Julio Oyhanarte, a Guido lo fueron candidateando durante el precalentamiento de la conspiración sectores militares y sobre todo civiles que, con el auxilio de la ley de acefalía, buscaban guardar cierta apariencia –de nuevo– legalista. En 1962, para variar, no había vicepresidente, por eso el primero en la línea sucesoria era el presidente provisional del Senado (el cargo que hoy desempeña Claudia Ledesma Abdala). El vicepresidente, Alejandro Gómez, se había peleado con Frondizi, quien a los seis meses de comenzar el gobierno lo acusó de conspirar. Gómez disentía con las políticas de su compañero de fórmula. Terminó renunciando.

Créase o no, entre los civiles que empujaban al tibio Guido había alguien muy importante: el presidente depuesto. “Guido o dictadura”, se escuchaba en los pasillos en esas horas agitadas. Se quería evitar una dictadura clásica que arrancara con un triunvirato militar.

Clásica no fue. El mote de “presidente títere” precisamente viene de Guido; caricaturizaba lo evidente, que mandaban los militares. Su juramento express, convalidado por el sector del Ejército que en la confusión se impuso, al general Poggi en particular le causó una visible ofuscación, primero, y un pico de presión, después. Tan de apuro había jurado Guido que en la sede de la Corte ni siquiera encontraron una Biblia para que posara su mano derecha. Terminó jurando sobre un ejemplar de la Constitución.

Que un golpe de estado militar ponga de presidente a un civil ya era bastante. Pero encima el nuevo presidente juraba de manera furtiva, en un lugar inhabitual y sobre la Carta Magna. Detalle que no lo inhibió para cerrar el Congreso, poner al presidente depuesto a disposición del Poder Ejecutivo, intervenir las provincias que no habían sido intervenidas y decretar la anulación de las elecciones. Frondizi no las había anulado, solo había dispuesto intervenciones provinciales donde había triunfado el peronismo, para evitar que asumieran los ganadores.

Hay quienes valoran con cierta conmiseración al senador rionegrino devenido presidente de facto, un hombre gris, con el argumento de que hizo lo que pudo, como si la máscara civil que él aportó efectivamente hubiera tenido eficacia purificadora. Pero la realidad es que con su bonhomía o sin ella el drama se produjo igual. Para el país el drama fue echarlo a Frondizi. No solo por lo onerosas que resultaron en múltiples sentidos –hoy parece haber consenso en ello– todas las interrupciones del orden constitucional empezando por la auroral de 1930, sino porque Frondizi tenía un proyecto largoplacista, consistente, algo poco común en la Argentina, y sus verdugos institucionales demostraron desde el vamos no tener ninguno, aparte de prohibir y de perseguir al comunismo, o a todo lo que les pareciera comunista, y al peronismo. Una empresa que, por lo que se vio en la década siguiente, no alcanzó demasiado éxito.

Frondizi encarnó una gran ilusión nacional cuando ganó con holgura las elecciones, las más concurridas de la historia: 90,9% de presentismo. Pero entre el 1° de mayo de 1958 y el 29 de marzo de 1962, mientras gobernó, sufrió toda clase de hostigamientos, atenazado por la intransigencia sindical más la presión del peronismo para legalizarse de un lado y las Fuerzas Armadas con su poder de veto del otro.

El reconocimiento le llegó a Frondizi, por fin, hacia 1995. El año de su muerte. También Alfonsín, en alguna medida Perón, ¿incluso Gardel?, fueron víctimas de la ciclotimia argentina, aunque quizás el caso más parecido al de Frondizi haya sido el de su admirado Yrigoyen, destituido con desmedido encono, sepultado con incontinente amor.

Es común escuchar a muchos argentinos, no solo ciudadanos de a pie sino dirigentes políticos de distintos partidos, despachar la consabida salva de honores póstumos: “Frondizi fue un estadista, lástima que no lo dejaron”.

El estadista post mortem, interlocutor privilegiado del último Perón (el desarrollismo fue un aliado histórico de los frentes peronistas), en el siglo XXI fue elogiado entre otros por Menem, López Murphy, Duhalde, Scioli, Lavagna, Massa, Carrió, Macri. Macri decía cuando llegó al gobierno que Frondizi lo inspiraba, hasta que se lo tragó el corto plazo.

Con sentido práctico, millennials y centennials tal vez se pregunten hoy por qué siendo Frondizi uno de los presidentes más admirados de la galería no se lo dejó gobernar ni concluir su gobierno ni avanzar con el proyecto desarrollista.

Aunque parta de un anacronismo, la pregunta es buena, porque replantea el tema de los umbrales de intolerancia de la sociedad argentina con relación a la eficacia del sistema democrático. Nada más actual.

© La Nación

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