miércoles, 16 de febrero de 2022

En un mundo dominado por China

 Por James Neilson

Si bien no hay nada escrito, es factible que dentro de poco China sea el país más poderoso y más influyente de la Tierra, lo que enfrentaría a todos los demás con desafíos que muy pocos estarían en condiciones de superar. Aunque la Argentina está entre los peor preparados para sacar algún provecho de lo que muchos prevén, Cristina Kirchner y sus acólitos, entre ellos Alberto Fernández, apuestan a que Estados Unidos no logre prolongar su reinado como la superpotencia preponderante. 

Habrá sido por tal motivo que, durante su breve estadía en Moscú, el presidente aseguró a Vladimir Putin, nada menos, que la Argentina está harta de depender tanto de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional que, en su opinión, se comporta como una sucursal del Tesoro norteamericano. Y en Pekín, Alberto manifestó su deseo de que la Argentina participe plenamente del ambicioso proyecto chino de la Nueva Ruta de la Seda, o sea, de la telaraña de acuerdos comerciales, obras de infraestructura gigantescas e intercambios de todo tipo que, de completarse, cubriría buena parte del mundo para ponerla al servicio del Imperio del Medio.

Los kirchneristas se las han arreglado para convencerse de que el nuevo orden internacional que ven acercándose les resulte muchísimo más hospitalario que el que aún gira en torno a Estados Unidos. Confían en que los chinos serán generosos, amigos de los pobres, y por lo tanto más que dispuestos a prestarles plata sin preocuparse por los engorrosos detalles fiscales y sin enojarlos pronunciando palabras feas como “ajuste”. Parecen aspirar a que el resto del mundo, liderado por China, acepte subsidiar a la Argentina hasta que, por arte de birlibirloque ya que no se proponen hacer nada específico, un buen día se haya enriquecido lo bastante como para dejar de necesitar la caridad ajena.

Es una fantasía, claro está. Cuando hablan con norteamericanos y europeos, Alberto, Martín Guzmán y otros representantes oficiales pueden conmoverlos aludiendo a la situación desesperada de la mitad de la población que está sumida en la pobreza y a lo inhumano que sería privar a quienes viven de planes de lo poco que se han acostumbrado a recibir del Estado, pero los chinos, que entienden muy bien lo que es la miseria multitudinaria y saben cómo reducirla, son menos sensibleros. Cuando les toque llevar la voz cantante en el FMI y organismos afines, serán decididamente más exigentes, es decir, más “neoliberales” que los occidentales. ¿Cómo reaccionaría un FMI manejado por China frente a países que se niegan por principio a honrar sus deudas so pretexto de que a su entender son “ilegítimos”? A buen seguro sería menos flexible que el organismo encabezado por Kristalina Georgieva.

A su manera, los miembros de la elite política china se parecen a aquellos victorianos, caricaturizados por Dickens y otros progres de la época, que no vacilaban en “culpar a las víctimas” por lo que les sucedía. Aunque en la actualidad el presidente chino Xi Jinping y quienes lo rodean podrían inclinarse por asumir una actitud benevolente frente a Alberto e incluso Cristina, sería por motivos tácticos, ya que en todos los ámbitos su mentalidad es meritocrática y creen a pie juntillas en las jerarquías. Así pues, un mundo dominado no sólo económicamente sino también culturalmente por China no sería menos severo y más igualitario que el regido por Estados Unidos y sus aliados europeos. Antes bien, sería uno en que se dé por descontado que el destino de los diversos pueblos, sectores sociales e individuos depende por completo de sus propios talentos y, sobre todo, de sus esfuerzos, siempre y cuando no se les ocurra cuestionar la verdad oficial imperante.

A los norteamericanos les preocupa la Nueva Ruta de la Seda. Aunque no pueden oponerse a que los chinos procuren estimular el comercio y celebrar convenios culturales con otros países, sospechan que el proyecto - como la estación espacial que han construido en Neuquén -, tiene connotaciones militares. Para algunos, se trata de una empresa colonialista que está destinada a transformar a los socios más débiles de la próxima superpotencia planetaria en dependencias dóciles. No son los únicos que piensan así. En África, donde la presencia creciente china está provocando rencor, muchos que habían dado la bienvenida a las inversiones que llegaban están protestando contra lo que ven como el saqueo sistemático de los recursos naturales de su país. También les molesta el que los chinos sólo confíen en sus propios compatriotas, desde los jefes hasta los peones de limpieza, de suerte que no contribuyen directamente a crear nuevos puestos de trabajo.

En cierto modo, el expansionismo chino se parece mucho a aquel del imperio británico por ser cuestión de un país que necesita importar mucho más que Estados Unidos, que es en buena medida autosuficiente, para alimentar a su población y suministrar los insumos que necesita para sus fábricas. Aquí, los nacionalistas que tanto contribuyeron al “relato” peronista criticaban con vehemencia la red ferroviaria que fue planeada y construida por los británicos con el propósito de transportar bienes agrícolas y ganaderos desde el interior del país hasta Buenos Aires, para entonces seguir viaje hacia Inglaterra. Aunque el esquema así supuesto era mutuamente beneficioso, ya que ayudó a que la Argentina se convirtiera en un país muy próspero según las pautas de las primeras décadas del siglo pasado, nunca hubo dudas en cuanto a la influencia relativa de los socios. Tampoco las habría si, como recomendarían los convencidos de que ya ha llegado a su fin la breve hora norteamericana y que en adelante todos tendrán que rendir homenaje a Pekín, la Argentina elige atar su suerte a aquel del nuevo hegemón.

¿Serían ventajosos para el país los resultados concretos de una relación tan desequilibrada con una potencia autoritaria cuyos gobernantes actuales no se destacan por el respeto por lo que les es ajeno y propenden a ver la democracia como un síntoma de decadencia? Por ahora, nadie sabe la respuesta a esta pregunta clave, pero no extrañaría que el régimen chino pronto comenzara a tratar a sus socios extranjeros menores como vasallos. El presidente Xi y otros dirigentes del todopoderoso Partido Comunista no hacen ningún esfuerzo por disimular la nostalgia que sienten por la tradicional cosmovisión china en que el Imperio del Medio ocupa el ápice de una pirámide universal y todos los demás países tienen que ubicarse, con la debida humildad, en lugares muy inferiores.

Bien que mal, los jerarcas chinos no tienen mucho en común con los kirchneristas que, para ellos, serán como aquellos sujetos pendencieros que esporádicamente motivan problemas en los centros urbanos; para curarlos, suelen enviarlos a “campos de reeducación” situados en localidades remotas. Es por lo tanto poco probable que Xi haya entendido muy bien lo que tenía en mente Alberto cuando afirmaba que “si usted fuera argentino, sería peronista”, ya que, si bien no cree en la democracia, por su formación como ingeniero químico, su pragmatismo y sus ideas económicas, que aquí serían consideradas muy “derechistas”, el mandatario chino se asemeja mucho más a los halcones del ala dura de Pro que a cualquier integrante del elenco gobernante actual. Mientras que algunos sienten trepidación frente al veloz ascenso geopolítico de China, otros lo festejan porque a su juicio supondría el ocaso definitivo de Estados Unidos; convendría que éstos se preguntaran qué sería preciso hacer para que la Argentina ocupe un lugar digno en un mundo en que desempeñe el papel central, reemplazando a los países de tradiciones occidentales cuyos cinco siglos de predominio podrían estar por terminar. ¿Insistirán los kirchneristas en el pobrismo a sabiendas de que sus amigos chinos estigmatizan a los menesterosos y, andando el tiempo, podrían presionarlos para que adopten los métodos que ellos emplearon para convertirlos en integrantes de la clase media? ¿Tratarán de adaptar el sistema educativo nacional para que se parezca al hipercompetitivo modelo chino y en que los sindicatos docentes, en el caso de que les permitan existir, tendrían que disciplinar a sus miembros para que obligaran a los alumnos a estudiar con mayor ahínco? Para revertir lo que ha sucedido en el ámbito así supuesto, el gobierno actual o su sucesor podrían sugerirles a los chinos que envíen cohortes de docentes para que enseñen en los colegios del país, como hizo Domingo Faustino Sarmiento con las célebres maestras norteamericanas.

En última instancia la cultura, en el sentido antropológico de la palabra, importa más que las preferencias ideológicas. Aunque el régimen chino se califica de comunista, o sea, izquierdista, los valores que predica tienen más en común con los sostenidos por los conservadores occidentales más rígidos que con los reivindicados por quienes en Estados Unidos, Europa y aquí se imaginan progresistas. Son conscientes de que sus propios éxitos, como el supuesto por el rescate de centenares de millones de personas de la pobreza más abismal, se deben a la voluntad generalizada de esforzarse al máximo. No titubearían en pedir que hagan lo mismo tanto los encargados de otras sociedades como sus demás habitantes, comenzando con los empleados estatales. ¿Lo entienden Alberto, Cristina y otros militantes oficialistas? A juzgar por lo que dicen y hacen, no tienen la menor idea de lo que podría estar por ocurrir.

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