lunes, 3 de enero de 2022

El escritor que tenía una misión

 Por Guillermo Piro

Aborrezco las necrológicas y las despedidas escritas en segunda persona: cierto compromiso con la Iglesia, aún en los ateos más fervorosos, es incompatible con la evidencia: el muerto no va a leer lo que le están diciendo. Se trata de una operación retórica, de acuerdo, pero por eso no deja de ser repulsiva. El lunes pasado, a los 79 años, murió Andrew Vachss, y no pienso hablarle a él.

Los caminos que conducen a nuestros escritores preferidos son insólitos y a veces impredecibles. 

A mediados de los 90 un amigo me recomendó Strega, de Vachss, porque en la novela aparecía un mastín napolitano, y él sabía cuánto amo a esos perros. El personaje de la novela, Burke, simplemente Burke, tenía uno de esos perros, al que llamaba Pansy, marica, aunque en la traducción española de otra novela, Bajos fondos (Flood), el traductor argentino inteligentemente eligió llamarlo Colita: lo que Burke pretendía con el nombre era simplemente ocultar los instintos asesinos y protectores del animal: llamarlo Demonio o Mandíbula Asesina hubiese complicado las cosas si el perro terminaba mordiendo a alguien. Burke es un gángster con conciencia de clase, y con un gran sentido práctico: no porta armas, pero no va a ningún lado sin su perro. “Es mejor que un arma: no hace falta lubricarla”, se le oye decir en una ocasión.

Vachss, antes de dedicarse a escribir, era un abogado neoyorkino dedicado a defender niños víctimas de abuso. Un día se dio cuenta de que uno de los grandes enemigos con que debía lidiar era la ignorancia de la opinión pública en relación con el tema del abuso infantil, y el modo que encontró para contarrestar eso fue escribir novelas policiales, a las que se refería siempre como “mi misión”. En cada una de esas novelas afrontó el tema del abuso desde un lugar distinto, desarrollando una obra concebida como anillos concéntricos en torno a un mismo problema. En español hay apenas traducidas tres de ellas (las citadas Flood, Strega, y Blue Belle).

Retratar a Vachss requeriría más espacio del que dispongo, y además no sé si serviría de algo. Le faltaba un ojo, el derecho, a causa de un infección que sufrió haciendo trabajo comunitario en África para la Cruz Roja. Amaba a los niños y a los perros y odiaba a los que maltrataban a unos y a otros. También odiaba dar entrevistas, solo concedía las estrictamente necesarias por contrato, y como ocurrió con Buster Keaton, hay gente que esta dispuesta a pagar por una foto suya donde se lo vea sonriendo: no existen.

Lo que ocurre con ciertas muertes de escritores a quienes ni siquiera conocimos no es tanto que ya nos veamos privados de sus libros (cosa que es cierta), sino que con ellos se muere una pequeña parte de nosotros. Suena pueril, ya sé, pero tengo la impresión que todos los momentos que pasé hablando de él, leyendo y haciendo leer sus libros, un poco mueren también. Déjenme decirlo: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.

Busco en la memoria algo que nunca haya dicho de él y lo encuentro. Una vez le escribí para pedirle autorización para reproducir unos cuentos suyos en un libro. Había escrito su nombre cientos de veces, pero en el mail puse: “Dear Vachs”. Lo primero que dijo en su respuesta fue: “Mi apellido se escribe con dos eses.” Hacía veinte años que frecuentaba su obra y me hablaba como si acabara de conocerlo. A continuación especificaba que no me autorizaba a traducir y reproducir sus cuentos, pero sí a traducir y reproducir sus artículos sobre pedofilia. Y así fue como se hizo. ¿Quién se hubiese atrevido a otra cosa?

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