martes, 16 de noviembre de 2021

El relato se deshilachó y ya no permite proyectar nada

 Por Pablo Mendelevich

Así como Gregorio XIII mediante una bula fulminó de un plumazo diez días del almanaque (corría 1582 y al jueves 4 de octubre le siguió el viernes 15), Néstor Kirchner hizo desaparecer un domingo entero. Del año II de la Era Cristina borró el 28 de junio de 2009. Fue el día de su derrota electoral a manos del supermercadista colombiano nacionalizado argentino Francisco de Narváez, un político de corta experiencia a quien secundaba Felipe Solá en una alianza de tres patas, Unión Pro, completada por Mauricio Macri.

Kirchner aquella derrota, al cabo la única que sufrió en toda su vida, le resultó humillante. Pero no lo amilanó. Él ocupaba el lugar de Victoria Tolosa Paz y perdió por poco más de dos puntos porcentuales, una diferencia apenas mayor que la de ella. A la vez el gobierno nacional fue arrasado en la Capital Federal, Córdoba, Mendoza, Santa Fe, Entre Ríos y, como anteayer, en Santa Cruz, la cuna del kirchnerismo. También como ahora, en 2009 el gobierno había alterado por ley la fecha de las elecciones bajo la creencia de que eso lo favorecería. Solo que en vez de demorarlas por una pandemia las adelantó varios meses con el argumento de la crisis internacional.

La noche de la derrota, Kirchner recién se dejó ver a las dos y cuarto de la mañana. Con gran ampulosidad renunció “en forma indeclinable” a la presidencia del Partido Justicialista, mientras su esposa, la presidenta, minimizaba el resultado. Decía que pérdida de bancas para el oficialismo no habría porque iba a contar con aliados generosos como Pino Solanas. Solanas acababa de dar un batacazo individual en la Capital: había rastrillado por izquierda un voto moral mucho más exitoso (24%), si bien menos antisistema, que el de Milei. Nunca más el gobierno mencionó derrota alguna.

Kirchner tenía una carta en la manga que nadie vio. Apenas si esbozó una estrafalaria teoría de extensión natural de la garantía originaria: “El gobierno fue votado en octubre de 2007; entonces la gente plebiscitó y ratificó el modelo”. Pero ¿y el 28 de junio de 2009?, le preguntaron. “Tiene muchas lecturas”, respondió. Se dedicó, pues, a “profundizar el modelo”: replanteó la relación con los intendentes peronistas (él creía que muchos lo habían ayudado a perder), reasumió campante en el PJ y utilizó aquel infinito semestre que había quedado de yapa hasta el 10 de diciembre con legisladores duplicados para que la mayoría saliente despachara las leyes que a él le importaban. No solo la de superpoderes para el Ejecutivo. De ese período, el que siguió a la derrota humillante, es también la portentosa ley de medios. En el ínterin Cristina Kirchner se adueñó de una buena idea de la oposición, la Asignación Universal por Hijo. Para poder arrogársela la creó por decreto.

Tan pragmáticos como imaginativos, los Kirchner podrían figurar en el diccionario como ejemplo de la palabra resiliencia aplicada a la política. ¿Cuántas veces desde 2009 se anunció que el kirchnerismo estaba liquidado? Desde luego que existen muchas diferencias entre 2009 y 2021. Néstor Kirchner ya no está. Hay un gobierno bicéfalo (la república matrimonial no lo era) y no se habla más de “el proyecto”, porque el relato se deshilachó y ya no permite proyectar nada. El país está en una encrucijada económica y social sin salida a la vista. Callejón que además desafía a probar que populismo sin plata también es posible. Por ejemplo, imprimiendo plata, la que haga falta, como la que se destinó a acolchar el durísimo golpe de las PASO bonaerenses.

Las siguientes derrotas kirchneristas (todas las legislativas y la presidencial de 2015, cuando la presidenta saliente ni siquiera fue a entregar el mando) siguieron la escuela nestorista de la negación planificada. Escuela que tiene a Almafuerte como guía espiritual: “No te des por vencido ni aun vencido, no te sientas esclavo ni aun esclavo, trémulo de pavor piénsate bravo y arremete feroz ya malherido”.

Cada domingo de elecciones en el que el perdedor desconoce el resultado (ya el 12 de septiembre los dirigentes kirchneristas habían celebrado en automático quién sabe qué, bailando al caer el sol, menos Cristina Kirchner, quien anticipó su alegría por la mañana frente a la urna con la danza del sobre) la pregunta que cualquiera se hace es para qué sirve esa impostación si los números de las urnas no podrán ser acomodados por ningún Guillermo Moreno.

Quizás la explicación esté en la importancia que en la Argentina tiene el viento. No el viento en sentido meteorológico. En un país de instituciones débiles, proverbial exitismo, abundante oferta partidaria de convicciones lábiles, el viento político marca la diferencia. Para decirlo con lenguaje llano: lo recomendado es ser Gardel, nunca un loser. Restringido menú de opciones del parecer, no del ser, que encastra con la cultura de la polarización. ¿Y eso qué determina? Por ejemplo, los alineamientos parlamentarios de los diputados árbitros (los de partidos provinciales, disidentes, monobloques), quienes en una cámara prácticamente empatada, como la que viene, se revalorizan. Si el viento político sopla para el lado del Gobierno es una cosa, si sopla para el lado de la oposición, que persuade a los factores de poder de sus probabilidades de volver, es otra.

Algo así sucede, por supuesto, en todos los parlamentos del mundo con quienes, por caprichos de la aritmética, quedan estacionados entre dos fuerzas dominantes. Lo que pasa es que en la Argentina el poder potencial, eso es lo que el viento sugiere, determina con importancia recargada los comportamientos de gobernadores, intendentes, sindicalistas, empresarios y, lo más peculiar, jueces y fiscales: hasta los que apuran o demoran causas y dictan sentencias están atentos al viento, vicio contrainstitucional naturalizado. La Justicia Federal ni siquiera se ayuda mediante una simple veleta, desarrolló la sofisticación de un anemómetro. Además de la dirección del viento, calcula su intensidad.

Los dos ámbitos más sensibles a la posibilidad de que los que hoy mandan estén de salida y se alternen con sus rivales son el propio peronismo, un conglomerado multiforme, y la Justicia, un poder multicolor. Casualmente los ámbitos a los que más atada está la sustentabilidad del Gobierno antes de que pase un siglo, que es lo que ahora a todo el mundo le parece que les falta a los Fernández para llegar al 10 de diciembre de 2023.

Solo que la sobreactuación exitista del Presidente rozó el ridículo cuando anunció que llenará la Plaza de Mayo para celebrar los triunfos oficiales, justo el día en que Cristina Kirchner –el peronismo– perdía el control del Senado.

No es un aire acuerdista lo que se respira tras las elecciones en las que el Gobierno sepultó lo que quedaba de fair play al no felicitar a quienes ganaron, sino, de manera narcisista, a supuestos triunfadores de la propia tribu que en el mejor de los casos perdieron por un poco menos de lo que temían. Ningún diálogo dirigido a buscar acuerdos, por lo demás, empezó con descalificaciones a los convocados.

Si este deterioro de las técnicas kirchneristas es la rampa por la que finalmente el kirchnerismo se va a deslizar hasta encogerse en forma definitiva o no, lo dirá la digestión efectiva de la derrota. El peronismo, por sus antecedentes, promete una digestión ruidosa. Debido al viento que sopla.

© La Nación

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