viernes, 15 de octubre de 2021

Cierto amor por los atardeceres

 Por Guillermo Piro

En 1882 Jules Verne publicó "El rayo verde", una de sus novelas menores, es decir aquellas que no entran dentro de su ciclo de viajes fantásticos. La historia gira alrededor de la esperanza de ver esa fugaz luz verde que aparece a veces en el horizonte inmediatamente después que el sol se pone en el horizonte. En la novela de Verne la protagonista está convencida de que quien puede ver el rayo verde encontrará el verdadero amor, y por eso le dice a los tíos que quieren que contraiga matrimonio con un aburrido científico que se casará solo después de haber visto ese fenómeno atmosférico.

Julio Cortázar juraba que una vez, en los años 70, había conseguido ver el rayo verde desde el mirador de la finca Son Marroig, en Mallorca. Yo mismo lo busqué en un largo viaje en barco a través del Atlántico, hace muchos años. No era un crucero, sino un buque-plataforma, y durante los días que tardamos en atravesar la zona del Ecuador –donde los marineros aseguraban que era más fácil ver el rayo verde, y donde algunos aseguraban haberlo visto– abandonaba lo que estuviera haciendo –la mayoría de las veces estaba lavando algo– y corría a cubierta para mirar la puesta del sol. Nunca lo vi. Verne nunca susurró a mi oído lo que Cortázar tuvo el placer de oír: “¿Lo viste al fin, gran tonto?”

Ciertos estudios revelan que las personas que experimentan cierta conexión con la naturaleza y que suelen sentir alguna afinidad con la belleza de los paisajes tienen más posibilidades de ser generosos y sentirse satisfechos de su propia vida. Lo que en parte explicaría por qué nos sentimos tan atraídos por los atardeceres.

Los atardeceres estimularon la creatividad de escritores de todas las épocas: Gabriele D’Annunzio, Neruda, Emily Dickinson, Ungaretti... todos ellos le dedicaron al menos un poema –algunas veces más de uno. ¿Pero qué es lo que hace atractivos a los atardeceres? Tal vez es el hecho de que en ellos los objetos adquieren contornos vagos (Leopardi decía que ese adjetivo era intrínsecamente poético), lo que a su vez explicaría la luz difusa de ciertos restaurantes y nuestra predilección a cenar a la luz de una vela: cenar bajo una luz cegadora y blanca nos resultaría absurdo.

Naturalmente tiene que ver en todo esto también el paso del tiempo, es decir los distintos modos en que históricamente son vistas las mismas cosas. Por ejemplo, antes de la invención de la luz artificial, el atardecer significaba el cese de la visión plena, lo que significaba que con el atardecer mucha gente se veía obligada a dejar de hacer muchas cosas –trabajar, entre otras. Y mucho antes, la caída del sol significaba la entrada en un mundo lleno de peligros, de los que era menester poner distancia guarecidos por las paredes de una cueva. De modo que el placer estético que propician los atardeceres son una conquista moderna.

En cuanto al rayo verde de mi viaje, el problema fundamental era la carencia entonces de un registro fotográfico que permitiera saber con certeza qué estaba buscando, qué estaba esperando. Las descripciones no servían, porque todas diferían: la de Verne, la de Cortázar, la de los marineros que viajaban conmigo. En un momento me pareció divisar un leve resplandor en el horizonte en el preciso instante en que la última porción de sol desaparecía, un fulgor, una chispa instantánea en un punto como de fusión alquímica. Pero no resultó verde. Y muchos menos pareció algo digno de ser llamado rayo. Tal vez solo conocí amores verdaderos y nunca lo supe.

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