viernes, 24 de septiembre de 2021

La orilla difícil

 Por Almudena Grandes

Las he visto todos los días, en la playa, en los paseos, en el supermercado. Jóvenes, enérgicas y mal peinadas por la mañana, apenas una pinza para sujetar un moño precario y condenado al derrumbe, a menudo volvía a verlas al atardecer, cuando subían la cuesta cargadas de bolsas, sombrillas y neveras portátiles, y seguían siendo igual de jóvenes pero estaban tan cansadas que la vigilancia de sus hijos había consumido ya la mayor parte de su energía. Cuando el padre de los niños las acompañaba, y sujetaba por la camiseta a uno que se bajaba del bordillo, y chillaba el nombre de la otra que acababa de esprintar por su cuenta, y transportaba solidariamente la mitad de los bultos, mejoraba su humor, su aspecto, aunque seguían pareciendo cansadas.

Su cansancio me conmovía porque me devolvía el agotamiento que yo misma experimenté hace mucho tiempo, pero este año, no sé por qué, lo interpreté de otra manera. Quizás porque ahora ya no son la mayoría, porque a veces incluso parecen pocas en comparación con las mujeres de su edad, frescas, descansadas, libres, que no tienen que ocuparse de ningún crío mientras se tumban en la playa, o reservan mesa en el chiringuito, o hacen una selecta compra para dos con muchos productos bio.

El mundo cambia continuamente, cambia la realidad y las palabras que usamos para describirla. Nadie habla ya de proletariado y sin embargo ellas, estas mujeres jóvenes que invierten la mayor parte de su tiempo en cuidar de sus hijos, no están tan lejos del sentido etimológico original de este término. Es cierto que la prole no es su único patrimonio, pero también lo es que, en la mayor parte de los casos, el resto de sus posesiones se limita a un trabajo precario, mal pagado, que apenas les da para cubrir el alquiler y las facturas, y convierte en una hazaña el poco tiempo que les queda para jugar con los niños o ayudarlos con los deberes cuando logran por fin volver a casa. En verano, eso sí, pueden instalarse en casa de sus padres, de sus suegros, para que sus hijos disfruten de las vacaciones que ellas no tienen nunca. Sus novios, maridos, compañeros, comparten su suerte, la anacrónica condición de integrar una clase social que ya no existe pero, al menos, no tienen que soportar las miradas de compasión de los hombres de su edad que han decidido no reproducirse. La estampa de una mujer joven que empuja un carro de la compra con una mano y una sillita con un bebé cargado de mocos con la otra es capaz sin embargo de suscitar toda una, en mi opinión repulsiva, colección de miradas femeninas de censura, cuya interpretación oscila entre “hay que ver, para llevar al niño así mejor que no hubieras tenido ninguno” y “de la que me he librado, madre mía”.

El mundo cambia continuamente y abre grietas donde antes no existían, abismos en las monótonas planicies de antaño. Hace menos de un siglo, las vidas de todos los hombres, y las de todas las mujeres, eran muy parecidas entre sí. Ellos trabajaban para llevar dinero a casa, ellas cuidaban del hogar y de los niños. Los ricos vivían mucho mejor, los pobres, mucho peor, pero las diferencias entre las condiciones de vida de familias con el mismo nivel de ingresos eran mínimas. Ahora sucede algo muy distinto.

Ya no podemos hablar de proletariado, y el éxito del término precariado ha resultado efímero, pero me refiero precisamente a eso, a la clase media empobrecida a partir de la crisis de 2008, a las víctimas de nuevas formas de explotación, a todos los jóvenes que encadenan contratos temporales para no alcanzar nunca el nivel de vida de sus padres. Entre ellos, entre ellas, se ha abierto un nuevo abismo, dos orillas opuestas de la misma realidad, que ya no se definen por el patrimonio, ni por el nivel de ingresos, sino por el grado de dificultad de sus vidas.

Escribo este artículo pensando en los hombres, y sobre todo en las mujeres, que se han atrevido a vivir en la orilla difícil, la del cansancio, la de los niños con mocos, la que inspira compasión pero es la única que garantiza el futuro de todos.

Sólo quiero que sepan que estoy de su parte.

© El País Semanal

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