sábado, 24 de julio de 2021

Una historia de Europa (VII)

 Por Arturo Pérez-Reverte

Cuando hablamos de la Grecia más antigua tendemos a pensar que era un país como los entendemos hoy, pero eso no se corresponde con la realidad. En aquellos tiempos oscuros, de veinte a diez siglos antes de que naciera Cristo, sería más propio hablar de un mundo griego que de una Grecia concreta. O sea, de lo que los historiadores serios (el que avisa no es traidor) llamarían Hélade. Los griegos de entonces no se denominaban a sí mismos griegos, palabra que es latina o romana, sino helenos, argivos, aqueos y nombres por el estilo, y estaban bastante desparramados, iban, venían y se invadían por el Mediterráneo oriental y sus costas.

Sabemos poco de ellos, porque los historiadores de aquellas tierras empezaron a escribir mucho más tarde; pero gracias a arqueólogos espabilados como el alemán Schliemann (que descubrió Micenas y Troya confirmando que ésta había existido realmente), y el inglés Evans (que excavó Cnosos), y cruzando todo eso con los textos más antiguos, podemos hacernos una idea aproximada de por dónde iban los tiros en aquellos tiempos sombríos. Sabemos así de Micenas, cuyos habitantes (dominados por una élite guerrera, culta, que conocía la escritura), tal vez sean los primeros a los que podemos considerar griegos de pata negra.

También sabemos de la civilización minoica, que debe su nombre a un rey llamado Minos, las ruinas de cuyo palacio pueden hoy visitar los turistas. Y por cierto: en esa época siglo arriba o abajo, en torno al XVI o XV antes de Cristo, hubo en la isla de Santorini, cerca de Creta, una explosión volcánica en plan Pompeya pero mucho más a lo bestia, que causó un cataclismo de veinte pares de narices, con el hundimiento en el mar de parte de la isla y de la gente que por allí andaba (no hace mucho se descubrió una población conservada bajo las cenizas, abandonada tras la erupción). Aquello fue un zambombazo espectacular, de traca; y es posible, dicen algunos, que la leyenda de la Atlántida, el mítico continente sumergido con ciudades y gentes mencionado por Platón, provenga de ahí.

Pero cine de catástrofes aparte y volviendo a los hechos probados, el caso es que edificios, inscripciones y restos de escritura han permitido averiguar cosas interesantes sobre micénicos y minoicos, regidos por castas militares muy cabroncetas que controlaban territorios poblados con aldeas sometidas a la esclavitud; y que (al menos en el caso de los micénicos) ya eran expertos navegantes y comerciaban por el Mediterráneo oriental. Como suele ocurrir con el tiempo, que todo lo masca, eso acabó yéndose al carajo en un período que hoy conocemos con el bonito nombre de Edad Oscura: cuatrocientos años durante los que hubo violentas revoluciones internas (entonces la soberanía popular sólo podía ejercerse degollando a los que mandaban, o sea, mediante auténtico e inequívoco sufragio directo) e invasiones de pueblos empujados por otros pueblos, por el hambre o la ambición. Lo de siempre. Así que, entre unos y otros, cambiaron el panorama egeo. Eran tiempos en los que a la peña no le cabía un cañamón por el ojete: la inseguridad venía por tierra, pero también por mar en forma de incursiones, piratas y saqueos. Salías a dar un paseo y anochecías esclavo en el quinto carajo. A esos invasores poco claros pero peligrosos los conocemos, en lo que de conocible tienen, con el también sugerente nombre de Pueblos del Mar. Sus oleadas dieron la puntilla al mundo micénico, y en los siglos posteriores se dejaron caer por allí tres grandes grupos étnicos que marcarían la historia de la futura Grecia y, de rebote, la de Europa: los jonios, los dorios y los eolios (si nos suenan el mar Jónico o las columnas dóricas, por ejemplo, los nombres provienen de ahí). Estos invasores se establecieron en las costas e islas del Egeo, formaron el primer mundo helénico claramente identificable, y sus tres lenguas dieron lugar a los principales dialectos del griego arcaico y clásico.

Empezó así la historia de una Grecia que a partir del siglo VIII a. C. ya podemos considerar como tal, y de la que somos herederos lo sepamos o no. Una Grecia, detalle clave, consciente de sí misma, segura de ser distinta al mundo no griego (representado por los barbaroi o bárbaros, extranjeros de lenguas y dioses diferentes) y en la que el pueblo empezó a nombrarse con el curioso nombre de damos, que más tarde se convirtió en demos, raíz de la hermosa palabra democracia. Pero antes de que esa palabra se asentase como realidad discutida o discutible (seguimos debatiéndola casi treinta siglos después) habían de pasar todavía muchas cosas interesantes. De modo que ya saben: si quieren conocerlas, permanezcan atentos a esta página.

[Continuará]

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