viernes, 21 de mayo de 2021

Los osos en París

 Por Isabel Coixet

Son las 6.45 de esta tarde de mayo y los empleados de la librería L’Ecume des Pages, en el Boulevard Saint-Germain, empiezan a mirar con prevención a los compradores rezagados que paseamos parsimoniosamente entre las mesas de novedades literarias. Aquí estamos, como náufragos que se aferran a las últimas tablas de salvación, antes de retirarnos a nuestras casas. Esta es la cuarta librería que visito hoy y mi espalda me avisa de los peligros de cargar el peso de la ingente cantidad de libros que he comprado. 

He comprado libros como si fuera a rescatarlos de un nuevo Farenheit 451, como si no hubiera un mañana. Como si temiera que mañana también se unirán a los bares, restaurantes, cines, museos, que permanecen cerrados. Las librerías son los únicos lugares del mundo donde no miro el precio de las cosas. Los únicos lugares del mundo donde me siento rica. Salgo cargada como una mula y aun así decido caminar hacia el hotel. Ya son las siete de la tarde y hay toque de queda, pero me han asegurado que nadie me detendrá, que la policía sólo interviene a partir de medianoche. Paso por delante de donde estaba La Hune, una librería que me hizo descubrir a tantos autores franceses, a Modiano, a Carrère, a Bruckner, a Fred Vargas, a Régis Franc. Hoy es una tienda de artículos de lujo, pero, si cierro los ojos, puedo recordar exactamente dónde estaba la sección de cómic, de filosofía, el rincón de los autores japoneses. Recuerdo sus estantes blancos, la sensación de entrar en un lugar sagrado, donde lo superfluo era anatema. En La Hune se respiraba siempre un ambiente serio, de lector al que nunca se le ocurriría comprar un manual de autoayuda. Ahora la han trasladado a apenas doscientos metros de su lugar original y es también una galería de arte. No sé por qué, desde que se trasladaron, no he sido capaz de entrar en esta nueva Hune. O sí lo sé, aunque no tenga el menor sentido: sentiría que traiciono a ese otro lugar original que sólo existe ya en mi cabeza. Las personas tenemos manías inexplicables que ocupan más lugar en nuestras vidas del que queremos admitir. Toda esa información inútil que almacenamos. Todos esos sentimientos y pensamientos a medio cocer. A menudo me imagino mi cabeza como esos basureros espaciales de los cómics de Moebius donde flotan vagos recuerdos, ideas de películas, recortes de prensa amarillentos, terrores infundados, proyectos épicos que nunca verán la luz del día, listas de la compra de productos que caducaron hace años.

Cuando cerraron los bares y los restaurantes en Francia, en el primer confinamiento, a alguien se le ocurrió poner osos de peluche gigantescos sentados donde antes estaban los clientes y hoy están por todas partes. Ahora, tres osos de peluche me miran tras los cristales del Café de Flore, muy cerca de la mesa donde se sentaban Sartre y Simone de Beauvoir. ¿Adónde irán todos estos peluches cuando todo vuelva a abrir? Probablemente al mismo lugar donde se amontonan los lugares perdidos, los vagos recuerdos y los pulcros estantes de los lugares que ya no existen.

© XLSemanal

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