domingo, 14 de marzo de 2021

Cunde el extravío en el avispero kirchnerista

 Por Jorge Fernández Díaz

Están los ciegos y están los cínicos, distingue el filósofo Santiago Kovadloff: “Los cínicos saben qué hacer para sostenerse en la cresta de la ola, y los ciegos, para soñar que no sucede lo que pasa, idealizando un pasado que dejó de existir hace mucho”. Alude así a las dos formas clásicas de ser kirchnerista; se podría arriesgar que existe al menos una tercera categoría, donde se combinan esquizofrénicamente esos dos temperamentos antagónicos.

El gran interlocutor de Kovadloff es esta vez un veterano articulista y editor de ideas; Héctor Guyot pone de inmediato sobre la mesa el famoso razonamiento de Hannah Arendt“La fuerza de la ideología totalitaria se apoya en la capacidad de separar a las masas de la realidad”. No resulta exagerado hablar de autoritarismo, cuando se recogen los ideales setentistas, se los funde con el modelo feudal de partido único y de hegemonía cultural, y se los coloca en sintonía con el chavismo reivindicado. Guyot desarrolla sus propias teorías acerca de cómo las vanguardias tecnológicas y el crecimiento de lo virtual ensanchan el territorio de la interpretación y favorecen las falsas noticias, los camelos fundamentados y las consignas simplificadoras y paranoides del populismo, siempre proclive a crear su propio universo alternativo. “A través de la fuerza del lenguaje, mediante la construcción de una historia que la gente esté dispuesta a creer, la ficción reemplaza la realidad”, agrega. Con fatalismo filosófico, Kovadloff sobrevuela la grieta y trae una máxima del pensador inglés Arthur Koestler: “Todos combatimos con media verdad contra una mentira entera”. Guyot ingresa de lleno en la fantástica confabulación mundial del lawfare, construcción literaria del Instituto Patria que ha sido inspirada en estrategias regionales prefabricadas por el castrismo, y cita al insospechable constitucionalista Roberto Gargarella: “Terraplanistas jurídicos, los cultores de la secta del lawfare se empeñan en hacernos creer lo imposible, pero tal vez, es la esperanza al menos, ya sea tarde para seguir intentándolo. Cualquiera distingue entre bienes mal habidos y ofrendas al convento; cualquiera puede discernir entre bandidos de poca monta y héroes de la democracia”. La charla va y viene alrededor del “relato”, de ese agotador artefacto militante de manipulación continua, y también de la necesidad cristinista de detonar el centro, donde la democracia representativa habilita una convivencia, una conversación sobre datos comprobables, ciertas políticas de Estado permanentes y alternancias civilizadas. Todas estas meditaciones suceden en ¡República urgente!, flamante libro que además es un alegato cívico, que se inscribe en la larga tradición de los ensayos dialogados y que está edificado sobre las largas sesiones que el filósofo y el periodista, en plano de igualdad, tuvieron durante cuatro meses intensos.

Contra la pantalla de luz que extiende este debate fecundo, se proyecta el teatro de sombras chinas de la actualidad ardiente. Intelectuales del “movimiento nacional y popular” procuran por estos días de desasosiego y escándalo moral, sanitario y económico evitar el desmoronamiento de la épica, cuya piedra basal se encuentra en la fatigosa retórica de que representan la sensible pujanza progresista y luchan contra la oligarquía y los privilegiados, sin aceptar que este es el sexto gobierno peronista de la corta era democrática y que sus dirigentes multimillonarios, transformados en una casta estatal que odia el progreso, reinan desde poltronas, dúplex y mansiones sobre los escombros de sus políticas fracasadas. Uno de ellos se mostró esta semana encantado ante la violencia verbal de Cristina Kirchner y se espantó frente a quienes se atrevían a “blasfemarla” (sic). El Diccionario de la Lengua Española tiene una acepción justa: blasfemar es una palabra o expresión injuriosa contra alguien o algo sagrado. El populismo ilustrado convierte a la lideresa en una santa inmaculada y a su causa en un credo místico. Persuadidos por ella de que los jueces son los nuevos enemigos del pueblo, ya hablan de las “Fuerzas Armadas de la Justicia”. Están enojados por la “suavidad” inconducente de Alberto Fernández, le exigen “un acto de autoridad” (en verdad de autoritarismo) e insinúan que el problema no se encuentra en generar riqueza (el kirchnerismo no tiene idea de cómo hacerlo), sino en manotear la única industria vigorosa que quedó en pie (el agro), dado que el industrialismo justicialista de las últimas décadas es otro flagrante chamuyo. Se trata de una idea de otro tiempo y de otra estructura económica: solo se puede redistribuir lo que existe y en una nación medianamente en desarrollo, así como conviene, en efecto, incentivar el gasto y el consumo en épocas recesivas. Pero hacer todo eso en un país devastado, sin fondos contracíclicos y sin seguridad jurídica, significa redistribuir la pobreza y practicar un neokeynesianismo de cementerio. Sus concepciones se congelaron en los años 70: entonces había pleno empleo en la Argentina, apenas un 3% de pobreza y un nivel de desigualdad similar a la que tenía Dinamarca; luego llegó el Rodrigazo. Era un mundo bipolar, cundía la Guerra Fría, y la palabra “coloniaje”, aunque ya percudida, guardaba todavía una cierta verosimilitud. Nada de eso quedó en pie, pero hay escritores políticos del kirchnerismo que se han cristalizado en esa prehistoria y que estarían felices si el Gobierno estatizara el campo. Néstor Kirchner, en la intimidad, los consideraba delirantes; su entonces jefe de Gabinete es testigo de lo que refiero.

La Pasionaria del Calafate, en cambio, ha decidido estacionarse en su propia “edad dorada”. Recibió la presidencia con superávits gemelos y la entregó con déficits gemelos, y se patinó en el ínterin 30.000 millones de dólares de las reservas, aumentó en 65.000 millones la deuda y se le “fugaron” despavoridos 80.000 millones más. La monarca de la calle Juncal (cepo, holdouts, atraso tarifario, desinversión, pérdida de la soberanía energética) necesita que su copiloto Axel Kicillof sea, pese a todo, un gurú y que Martín Guzmán entre en razones. Pensadores y reporteros del cristinismo acusan al ministro de Economía de “fiscalista” y de “pensar como un neoliberal”. El solo hecho de que el benjamín de Stiglitz haya tenido que explicar en público algo tan obvio como las bondades de la sustentabilidad fiscal (“no es de izquierda ni de derecha”) muestra a las claras el nivel de extravío existente en ese avispero, donde personas sin experiencia en la vida real difunden pavadas teóricas, y donde abundan un estatismo de opereta, una mentalidad de repartición pública, una idea de prebendarismo generalizado y una divinización creciente de la doctora. Que tiene por costumbre interpretar arbitrariamente el voto: si ella es vicepresidenta y Axel es gobernador quiere decir que el pueblo aprobó hasta el último documento de La Cámpora: qué precisión por el detalle tienen las grandes mayorías, compañeros. Los intelectuales del palo le hacen la guardia de honor, y consienten el clientelismo cultural (ahora también con vacunas), callan la violación de los derechos humanos (Formosa) y justifican vapuleos institucionales y gestos de censura con el libro de un expresidente constitucional. En ¡República urgente! se evoca a Claudio Magris, cuando al hablar de esa clase de intelectuales advierte sobre “los vínculos perversos que pueden establecerse a veces entre un excitado lirismo totalizante y el totalitarismo político”.

© La Nación 

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