martes, 19 de enero de 2021

El terraplanismo económico de Fernanda Vallejos, nos gobierna hace décadas

 Por Marcos Novaro

Las únicas noticias buenas para la economía argentina vienen de afuera: precios de lo que exportamos por las nubes, tasas de interés bajísimas y un dólar, moneda en la que estamos muy endeudados, cada vez más débil. ¿Se podría pedir más?

Sí. Los kirchneristas igual se siguen quejando de todo lo que el mundo hace, supuestamente, para jorobarnos. 

No dejan de enredarse con la deuda con mentalidad de almacenero, por lo que se nos vuelve imposible tomar más crédito, que es lo que deberíamos estar haciendo, como todos nuestros vecinos, con lo cual una muy ventajosa oportunidad se convierte en una interminable fuente de problemas. Y, no conformes con eso, cierran por todos los medios imaginables el movimiento de capitales e impulsan medidas para exportar cada vez menos, o nada.

¿Por qué el dólar y los mercados financieros a través de los que él circula han sido factores tan molestos para este y los anteriores gobiernos kirchneristas? Porque estos no los pueden manipular y aquellos no los pueden imprimir. A la luz del dólar, sus inconsistencias y errores quedan en evidencia. Encima es un activo portable, fungible, así que es fácil de usar para evadir el impuesto inflacionario, escapar a otros altísimos impuestos menos ilegítimos que ese, y sortear barreras absurdas a lo que cada uno quiera comprar o en lo que quiera ahorrar.

Por lo mismo, ahora resulta que es una “maldición” exportar alimentos. Fernanda Vallejos, la inventora ya de otras perlitas doctrinarias de la economía kirchnerista, se divorció por completo del más elemental sentido común para afirmar que, como exportamos lo que la gente come, acá esos bienes terminan saliendo más caros, y muchos no los pueden pagar.

Es exactamente al revés: los países que producen ciertos bienes en abundancia tienden a pagarlos más baratos que en otros lados, por más que los exporten; simplemente porque no cargan con los costos de transporte, intermediación, tasas de salida ni entrada, etc., etc. Si no fuera así los japoneses andarían a pie en vez de en auto y los coreanos no podrían hablar por celular, se harían señales de humo.

No, Vallejos, el problema es otro. Es que los salarios en Argentina son demasiado bajos, porque la productividad general de la economía lo es, y eso pasa porque hace décadas que invertimos poco, porque las políticas económicas espantan a los inversores. Por eso sucede que más y más argentinos no consiguen trabajo, o consiguen uno poco productivo y mal pago, y ya ni siquiera comida pueden comprar.

Aunque, en verdad, si tomamos su argumento desde la lógica que lo inspira, lo que dijo Vallejos de los alimentos vale siempre, para cualquier exportación o intercambio: cualquier cosa que se pueda vender afuera es una desgracia para quien piensa que lo mejor que nos puede pasar es vivir en la total autarquía económica, para que no nos influyan ni los precios, ni los movimientos de capitales, ni las tecnologías, ni nada de lo que pasa afuera. Un ideal que abrazaron en su momento genios económicos de la talla de Fidel Castro, Mao Zedong, y Kim Il-sung.

Como al exportar nos vinculamos con el resto del mundo, nos conectamos con las condiciones de producción, venta y consumo que rigen afuera, y eso ejerce influencia en el resto de la economía, las conexiones entre una sociedad y las demás tienden a multiplicarse y complejizarse. La idea universalmente compartida por casi toda la humanidad, al menos desde hace 500 años, es que eso es bueno: amplía nuestros horizontes y posibilidades, nos hace progresar. Pero la humanidad no puede seguir ignorando que, pese al fracaso resonante de las experiencias impulsadas por los Castro, Mao y Kim, existe aún en el extremo sur de América un grupo que resiste, una aldea de galos tercos donde las leyes universales no valen vale la autarquía nacionalpopulista, un terraplanismo económico condimentado con pobrismo progre franciscano.

Con los alimentos lo que sucede en nuestro país es más grave, dice Vallejos, pues son bienes esenciales y sus precios internacionales son más elevados regularmente de lo que pueden pagar muchos argentinos, así que lo mejor es desconectar unos de otros. ¿Es una novedad esto que trae Vallejos a la mesa de discusión?

En verdad ese argumento se estampó en el manual de economía peronista en su primera edición. Y desde entonces viene justificando que se apliquen retenciones, controles de precios selectivos, tipos de cambio diferenciados y otra cantidad de medidas que nunca dieron resultados buenos, ni duraderos: a la corta o a la larga vuelven a emparejarse los precios internos y externos, o peor, los internos se vuelven aún más altos que los externos, por la escasez generada. Como le sucedió a Perón a partir de 1949, cuando se le acabaron las reservas acumuladas en el Banco Central durante la segunda guerra mundial, y el IAPI tuvo que pagar por los granos más de lo que valían afuera, para aumentar las exportaciones, y entonces en vez de promover su consumo doméstico lo deprimió. El único líder peronista que recuerdo admitió esa parte de la historia fue Carlos Menem: recordó que “comimos pan negro” durante años, culpa de ese error. Pero Menem es un hereje olvidado y despreciado, por algo.

Perlitas como esta de la historia económica del peronismo están excelentemente documentadas y explicadas en un libro reciente publicado por Roberto Cortés Conde y otros investigadores, La economía de Perón, en que se explican también las razones por las que esas reglas económicas estrafalarias terminaron durando décadas: el fracaso fue casi inmediato, pero el peronismo se negó a admitirlo; aunque adaptó y ajustó, incluso salvajemente con represión, salarios y consumo, nunca abandonó su “método” económico; así que él se fue volviendo más y más enrevesado, y más difícil de cambiar. En esa estamos todavía, setenta años después.

Algunos economistas minimizan este problema, sostienen que muchos otros países también han cerrado sus economías, introducido mecanismos de intervención estatal, controlado precios y condiciones de comercialización, y tan mal no les fue. Pablo Gerchunoff, con este argumento, ha sostenido que el libro de Cortés Conde es excesivamente negativo hacia el peronismo, casi que “fomenta la grieta”. Cuando la verdad es que no se pueden homologar sin más las irracionales ocurrencias económicas que se aplican, desde hace décadas, en nuestro país con lo que han hecho mal o bien en otros lados. Conviene atenerse a los datos y los hechos en esta materia, porque de otro modo por más nobles intenciones conciliadoras con que encaremos la corrección del rumbo, ella tendrá pocas chances de prosperar. Ni siquiera va a ser posible recuperar un mínimo sentido común en la discusión sobre la economía.

El problema no era, ni es, el precio de los alimentos en sí, sino la productividad y los ingresos de todos quienes en Argentino no trabajan produciendo alimentos de exportación. Que son en general bastante menores, y por tanto están desfavorecidos frente a los consumidores de otros países.

La solución peronista fue siempre, salvo en los años noventa, transferir ingresos de los productores de exportables a los demás. Vía controles cambiarios, retenciones, etc. Y prometer que con el tiempo esta parte de la sociedad iba a volverse igual de productiva, por lo que esas transferencias no iban a ser ya necesarias. Pero hace setenta años que viene sucediendo otra cosa: los sectores beneficiados no tienen incentivos ni instrumentos para volverse más productivos, y los perjudicados dejan de invertir y producir.

Según Vallejos la lección que hay que sacar de eso es que nos convendría exportar aún menos, “vivir con lo nuestro” al palo. Genial: si no es una solución, será al menos la mejor forma de disimular el problema, por un tiempo al menos podremos consumir los alimentos que producimos al precio que el gobierno disponga.

Pero es interesante observar cómo con el paso de los años el aislamiento necesario para que eso funcione es cada vez mayor. En el origen, se trataba de aislarse de las economías centrales. Ahora hace falta hacerlo incluso de las latinoamericanas.

Por eso, aunque frecuentemente posiciones como las de Vallejos se asocian al latinoamericanismo, hace tiempo que esa fórmula no alcanza. Es que la región también se ha llenado de ejemplos que ilustran nuestro fracaso, de países que tienen mayor PBI per cápita que nosotros, donde la inversión es alentada y la productividad premiada, y por lo tanto con los que no nos queda otra que comerciar en inferioridad de condiciones, así que preferimos no hacerlo. No es solo Brasil y Chile, es también Uruguay, Colombia, Perú, que industrializa nuestros langostinos, y Paraguay, que nos revende tecnología agropecuaria generada con capitales argentinos.

Por eso, aunque sigue habiendo fraseología latinoamericanista, en los hechos se promueve el aislamiento y el repliegue ante todo lo que funciona en la región, el Mercosur, la Alianza Pacífico, con nada que más o menos vaya bien queremos tener algo que ver. Nuestro latinoamericanismo se ha vuelto quejoso y fracasado, victimista.

Otro extraordinario libro recientemente publicado, el que escribió Loris Zanatta sobre Fidel Castro, ilustra bien esta mentalidad, con la que nos hacemos una imagen de nuestro lugar en el mundo como el de una región donde reina la pobreza virtuosa, victimizada una y mil veces por el capitalismo global. Una idea con la que se cultiva el antimodernismo más reaccionario, con argumentos supuestamente revolucionarios. Esta mentalidad “Vallejos” influye y mucho en lo que hace nuestro gobierno, lo que se puede comprobar en múltiples frentes, el enfoque sobre la deuda, las exportaciones de maíz, la actitud hacia el acuerdo UE-Mercosur, etc, etc. Y más en general, en el despiste mayúsculo con que las autoridades están encarando la emergencia generada por la pandemia, detrás de la cual está siempre flotando la expectativa de que, por alguna vía, el capitalismo global se hunda, muestre su “verdadero rostro” y vuelvan a florecer los nacionalismos, los espacios económicos cerrados, la Edad Media.

Las idas y vueltas, los errores no forzados, la permanente generación de incertidumbre son todas marcas de una gestión que, en el fondo, pareciera seguir soñando con la Tercera Guerra Mundial de Perón o algún fenómeno equivalente, y como su sueño no se concreta, a lo único que apuesta con seguridad es a patear para adelante los problemas. Los pagos de deuda, las reformas necesarias, todo debe esperar. En la expectativa de que el terraplanismo sea finalmente vindicado. Nada bueno va a resultar de esta fórmula, ya deberíamos saberlo.

© TN

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