domingo, 24 de enero de 2021

Anatomía de un instante

 Por Gustavo González

El 23 de febrero de 1981, el congreso español se disponía a votar a Leopoldo Calvo Sotelo como el sucesor del entonces presidente Adolfo Suárez.

Suárez era un hombre gris, formado durante el franquismo y elegido por el propio Franco para sucederlo. Había sido electo en 1977 cuando se celebraron las primeras elecciones libres en España desde 1936, y en 1979 fue reelecto. Sin embargo, su gobierno estuvo cruzado por crisis políticas, sociales y económicas, lo que lo llevó en aquel 1981 a presentar su renuncia. Nadie esperaba más de él. Pero ese 23 de febrero pasó algo que lo convirtió en otro hombre.

A las 18:23 de aquel día una fuerza militar encabezada por el teniente coronel Antonio Tejero irrumpió en el Congreso en medio de la sesión. Suárez estaba sentado en una de las bancas de la primera fila.

Las imágenes son conmovedoras, están en Youtube. Después de gritos y ráfagas de ametralladora, primero los taquígrafos, después los asesores y por último los diputados, todos, uno por uno, su fueron tirando al piso o guareciendo debajo de sus bancas. Todos salvo uno: Adolfo Suárez.

El intento de golpe de Estado fue transmitido en directo por la televisión. Después de la balacera que desprendió pedazos de techo, se ve el hemiciclo de las bancas de los diputados. Con la excepción de la de Suárez, el resto estaban vacías.

Entonces, ese hombre gris, vestido de traje gris, fue el único que permaneció sentado en su lugar. En las grabaciones se puede oír a Suárez exigiéndole la rendición a un Tejero que siempre lo miraba despreciativo con su arma en la mano.

El talentoso Javier Cercas escribió un libro de 460 páginas sobre ese momento único en el que la historia de un país y de un hombre pueden cambiar para siempre. Lo tituló Anatomía de un instante.

En la historia de España, el 23F del que se están por cumplir cuarenta años, quedó como bisagra definitiva entre el viejo mundo franquista con una sociedad enfrentada por el odio y un nuevo modelo de convivencia democrática. Y Suárez y el rey Juan Carlos fueron las representaciones políticas de ese logro.

Ser Suárez. Uno de los líderes del gobernante Frente de Todos cuenta que en la intimidad Alberto Fernández se compara con Adolfo Suárez, en el sentido de ser un mandatario que se autopercibe como de transición entre una Argentina del pasado y otra del futuro. Y, como el español, un presidente de período corto, cuatro años, supuestamente los necesarios para alcanzar ese objetivo.

En público, Fernández se preocupa en transmitir esa misma sensación de que el futuro es de los otros. Cuando se le habla de 2023 explica que la persona que más se preparó para sucederlo es Sergio Massa, al tiempo que reivindica la capacidad política de Máximo Kirchner y Axel Kicillof.

Para enfatizar ese desprendimiento frente a las eventuales internas con vistas al futuro, se molesta cuando algún funcionario, sindicalista o gobernador lo apura para que se termine de posicionar como el líder de una corriente propia, que antagonice con el cristinismo y el massismo.

Desde esa lógica, ser Suárez también sería posicionarse como un presidente de transición entre la sociedad de los enfrentamientos eternos y el de un país en el que la diferencia entre un gobierno y otro no sea siempre de 180°.

Si así fuera, su mayor objetivo no sería construir un mandato de ocho años que transforme la estructura económica del país y lo convierta a él en el líder indiscutible de ese logro, sino cambiar en cuatro años la matriz de relacionamiento social y político dando lugar a una nueva generación de líderes más dialoguistas y menos confrontativos.

Lo que traducido en términos concretos sería superar la pandemia con los menores costos humanos posibles, haber acomodado los pagos de la deuda externa, reactivar la economía e imaginar un 2023 en el que el presidente que lo suceda se parezca más a un Massa o un Rodríguez Larreta, que a Cristina Kirchner y Mauricio Macri. Y es imaginarse a sí mismo en el lugar de un Adolfo Suárez cuya mayor conquista fue haber sido esa bisagra que marcó un cambio de época. Un ex presidente que podrá no ser querido por todos, pero sí reconocido como quien terminó con la grieta.

Sería, por otro lado, una forma de reconocer que su llegada a la Casa Rosada fue resultado de que una parte de la sociedad creyó en su campaña anti grieta. E iría en la misma dirección que hoy marcan las encuestas.

En la semana se conoció el último sondeo, de la consultora Synopsis. Cuando se pregunta “por cuál de estas tres opciones estaría más inclinado a votar” en las próximas legislativas, las respuestas fueron las siguientes: sólo un 26,5% eligió “un espacio identificado con Macri”, y sólo un 22,5% uno “identificado con Cristina”. En cambio, el 43,6% prefirió la opción de “un espacio que no se identifique ni con Cristina ni con Macri”.

Parecer Suárez. En sentido metafórico, hoy Alberto Fernández está como ese Adolfo Suárez que se ve en las imágenes de aquel parlamento español conmocionado por el intento de retorno del franquismo duro al poder. Elegido por Franco para sucederlo, Suárez se encontraba entre las ráfagas de metralla de quienes habían sido sus mentores y la oposición socialista y comunista que le impedía seguir gobernando.

Aquel 23F descubrió que no se podía tirar al piso como los demás. No porque no quisiera, sino porque no podía. La historia lo había colocado en un lugar en el que su única forma de sobrevivir de verdad era mantenerse erguido mientras las balas pasaban a su lado. Después del fracaso del golpe de Estado, él ya no conseguiría volver al Gobierno, pero consiguió quedar en la historia de su país.

En su libro, Cercas cita a Borges: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es.”

En una Argentina sitiada entre odiadores seriales y grietas históricas, hasta sonaría ambicioso encontrar un Suárez que se reconociera como un pequeño puente entre el pasado y el futuro.

Pero una cosa es ser Suárez y otra parecer Suárez.

Ser Suárez le garantizaría al frente interno de Alberto Fernández que no será un competidor a futuro, sino el responsable del regreso de Cristina al poder para eventualmente ser sucedido por un delfín de la Vicepresidenta o por Sergio Massa.

Otra cosa es mostrarse como Suárez, pero sin serlo: convencer a todos de que no lo vean como un potencial rival para así poder gobernar con la menor interferencia posible. Y recién revelar su juego de permanencia cuando los tiempos y su construcción de poder lo permitan.

“Si le toca ser Suárez”. Cerca del Presidente, reconocen que es cierto que Alberto se suele comparar con Adolfo Suárez: “Alberto dice que cuando le tocó ser superintendente de Seguros lo hizo, cuando le tocó ser jefe de Gabinete también, cuando tuvo que renunciar no tuvo ningún problema en hacerlo y lo mismo cuando fue el candidato a Presidente. Lo mismo dice ahora. Si le toca ser Suárez… lo hará con gusto”.

Pero el “si le toca ser Suárez” dista del querer ser y, aun, del parecer ser. El “si le toca” es “si no tiene más remedio”.

En cualquier caso, los líderes son lo que pueden ser.

Si a Alberto Fernández le va bien habrá una mayoría social que hará inevitable que él sea su propio sucesor. Y si le va mal, no será él y difícilmente sea otro que haya integrado este Gobierno.

En ese sentido, los intereses del frente oficialista estarían alineados. A todos les convendría que al Presidente le vaya bien, incluso a los que quieran ocupar su lugar.

El problema es que las personas no siempre hacen lo que les conviene.

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