martes, 8 de diciembre de 2020

Otras Navidades

Por Almudena Grandes

La Navidad se ha convertido en la última obsesión de este año maldito.

En España, desde el presidente del Gobierno hasta el dueño de la tasca más pequeña, pasando por médicos, científicos, consejeros autonómicos, alcaldes, periodistas, opinadores, comerciantes de todos los ramos y cada vecino que se para a charlar con un conocido por la calle —cada uno con su mascarilla, eso sí—, no parecen encontrar mejor tema de conversación. 

Y no sólo en nuestro país. En todos los de la UE se producen a diario declaraciones de gobernantes que establecen o mantienen confinamientos para salvar la Navidad, un propósito por el que, incluso, los científicos norteamericanos han propuesto sacrificar el Día de Acción de Gracias. Y sin embargo, para todas aquellas personas que, como yo, se ponen enfermas al ver a los operarios municipales que instalan la iluminación navideña a mediados de octubre, estas Navidades no dejarán de tener algunas ventajas.

Sé que para la gente que se define por su espíritu navideño, la que hace ya semanas que tiene el árbol puesto y lo enciende todas las noches, será una catástrofe que se mantengan las restricciones de movilidad y los límites de interacción social que probablemente nos acompañarán hasta enero. Pero pienso en las cocineras, esas presuntas grandes anfitrionas que tan a menudo no resultan ser otra cosa que las madres y hermanas pringadas por antonomasia. Pienso en las épicas palizas que empiezan antes del día de la lotería, esas jornadas laborales no pagadas en las que hay que ir al mercado cuatro veces, a encargar, a modificar encargos sobre la marcha, a cambiar el menú porque el carnicero ya no garantiza dos kilos más de lomo para hacer rosbif. Pienso en el terror del timbre del teléfono, del pitido del wasap que anuncia la incorporación de un nuevo comensal inesperado, un compañero de trabajo que se queda solo, una suegra descolgada de una sobrina, una carambola inconcebible que aporta a tres personas más el día 23, y es Nochebuena, y no tienen adonde ir, y no podemos dejarles tirados… Y otra vez a la calle, porque no hay suficientes tenedores, porque hace falta otro mantel para cubrir el tercer tablero de una mesa interminable, porque a ver si me voy a quedar corta de turrón, y el sudoku de las pruebas, porque hasta cuando hay suerte y no faltan sillas, la gente necesita espacio suficiente para sentarse y levantarse con comodidad, o sin ella si no queda más remedio. Así, mientras mantiene la cocción del caldo y la temperatura del horno, la cocinera tiene que convencer a sus hijos para que se sienten y se levanten varias veces, hasta decidir en qué orden tendrá que ocupar su puesto cada comensal. Y a la hora de la cena, apenas probará bocado, porque ya estará calculando cuántos lavaplatos tendrá que poner antes de irse a la cama.

Este año, nada de esto pasará. Las cenas y las comidas serán asumibles, manejables, la compra mucho más sencilla, el menú, a cambio, más sofisticado, porque cocinar para seis permite realizar platos, desde un pavo relleno hasta un cordero asado, inimaginables cuando hay que alimentar al triple de personas. Yo tengo la suerte de pertenecer a una familia muy bien avenida durante todos los días del año, y pese a las profundas disidencias políticas e ideológicas que podemos llegar a profesar, no recuerdo una sola Nochebuena con bronca. Pero sé que existen otras familias, otras tradiciones, otros temores que incorporar a la cena, a la mesa, a las sillas. Este año, eso tampoco ocurrirá. El cuñado peleón, la cuñada que encuentra faltas en todo, el sobrino podemita que no piensa callarse, el primo facha que piensa, si tú no te callas, yo mucho menos, se quedarán en sus casas respectivas, peleándose con su sombra, buscando defectos en su propio menú, discutiendo con las paredes de sus dormitorios, o no. Tal vez, estas Navidades que nos van a devolver a nuestra familia estricta, padres e hijos cenando juntos en su propio comedor, sin distracciones, sin discusiones, sin rencores ni envidias acumuladas durante años, serán las más íntimas, ojalá también las más cálidas de nuestra vida.

Para cantar villancicos todos juntos después del turrón, siempre podremos recurrir a las videoconferencias.

© El País Semanal

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