viernes, 4 de diciembre de 2020

No niego nada

Por Isabel Coixet

Me gusta una frase que contiene tres negaciones en tres palabras que comienzan las tres por ene. No sé por qué, pero me gusta. Cuando pronuncio esa frase (con gesto vagamente teatral y afectado), me siento como un cantante de boleros retirado que sólo le canta a los geranios de su balcón o como la protagonista de una novela decimonónica en el momento de arrancarse el collar de perlas ante las falsas acusaciones de su familia política, que la detesta. Ya el término ‘familia política’ lo dice todo: gente que detesta como profesión.

Hay frases y palabras que todos tenemos almacenadas y nos salen, a veces involuntariamente, en los momentos en los que menos falta hacen. Vivimos plagados de canciones bobas que nos visitan cuando nos despertamos. De nombres que ya no significan nada, de números de teléfono de personas difuntas, de matrículas de coches que hace años son ya chatarra. De escenas vacías y mortecinas que se empeñan en volver una y otra vez al presente sin venir a cuento. A veces sueño con una fregona que limpiara todas las cosas de mi cerebro que ya no sirven para nada y que dejara sitio para cosas nuevas, incólumes. Pero me temo que tendré que conformarme con vivir con todas ellas, quitarles el polvo de cuando en cuando y, quizás, rezar para que no desaparezcan. Me imagino el interior de mi cabeza no dividido en hemisferios, sino como una especie de espacio exterior plagado de basura espacial, todas esas cosas que los astronautas dejan a su paso en una de esas misiones que nacen hechas un puro anacronismo: pellejitos, papel higiénico, uñas, descamación, restos de comida, restos… Hay palabras escondidas, mensajes, actos fallidos. Caras borrosas que amé y rostros que no consigo identificar, ¿qué demonios hacen ahí flotando? Y muchos satélites perdidos que no duraron ni cinco minutos fuera de la órbita de la Tierra. También algún meteorito.

Un jardinero me contó hace poco cómo las plantas se ayudan entre ellas. Estaba creando un gran círculo vegetal en un jardín con matas de habas, de ajos, de berenjenas, de minitomates; decía que había estudiado cómo las diferentes especies podían convivir juntas: las raíces de una atraían a pulgones que eran exterminados por las propiedades de la otra. Ese círculo del que sólo he visto los esquejes a punto de brotar es un símbolo o algo, me digo, algo bueno y puro e imposible. Me dejó pensando que hasta las plantas –que no tienen cerebros ni ojos ni piernas– tengan mejores mecanismos para lidiar con las vicisitudes y vaivenes de la vida que nosotros, los supuestos amos del cotarro. Cuando, descalza, piso la hierba, lo siento así. Luego se me olvida porque me viene a la cabeza la canción de la sintonía de Love boat. No puedo recordar la melodía de una canción que adoro y, sin embargo, nunca olvido la melodía de una serie de los setenta que nunca me gustó: eso es una tragedia. Moderna, pero tragedia.

© XLSemanal

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