miércoles, 25 de noviembre de 2020

Mi Diego

Por Carlos Ares

Cada uno de nosotros podría contarse la novela que le ha tocado vivir en unas íntimas memorias tituladas: "Mi Diego". Todos nos fuimos haciendo a su imagen y semejanza a medida que su historia se armaba como un rompecabezas en el espejo donde nos mirábamos. Él era nuestro sueño del pibe jugador de primera, el héroe esperado, el mesías, el mito del eterno retorno, él era la profecía al fin cumplida que nos reivindicaba de todos los fracasos, él era el orgullo nacional hecho realidad, él era la verdad revelada, la reencarnación de todos los mitos argentinos.

A los tres años, persiguiendo una pelota de goma en el patio de tierra de la casa de Villa Fiorito, se cayó al pozo ciego. Sus padres se habían ido a trabajar. Un tío le salvó la vida, lo sacó del pozo lleno de mierda pero abrazado a su pelota. Un día, casi cuarenta años más tardes, se retiró del fútbol profesional. En el partido de despedida se llevó la pelota limpia, sin manchas, debajo de la camiseta.

En octubre, de 1995, Diego regresaba a Boca. Las masas suburbanas, orilleras, periféricas, convocadas por un mensaje subterráneo que sólo ellas parecieron oír y comprender, desbordaron todas las previsiones. Llegaron de todas partes. Los veía pasar por la puerta de mi casa, caminando, con hijos de la mano, en muletas, sillas de ruedas, enarbolando banderas, insultos. Reventaron el aire y el tiempo con petardos, bengalas y coros que sonaban a himnos sagrados.

Todas las vidas parecían haberse vivido para que esa tarde se fundieran al fin en comunión con la de Maradona. Felices, soberbios, magníficos, alados, en la cumbre de una libertad que no tenía límites ni pasaba facturas por una vez eran ellos los que se cagaban en El Vaticano, el Papa, los yanquis, los ingleses, la FIFA, la AFA, el gobierno, la prensa miserable, los canallas. En todo. ¡Ah, que felicidad poder cagarse en todo al menos una vez!

Él era nuestro sueño del pibe jugador de primera, el héroe esperado, el mesías, el mito del eterno retorno, él era la profecía al fin cumplida que nos reivindicaba de todos los fracasos, él era el orgullo nacional hecho realidad, él era la verdad revelada, la reencarnación de todos los mitos argentinos.

Diego era un virus villero que colgaba el sistema. Teñido de rubio, con su arito, su tapado de visón blanco, la cirugía en la papada, las sedas, el cáncer de la droga, fue más Evita que Perón. Un amado grasita, un descamisado de Versace.

Maradona unió los restos de memoria del fútbol argentino. Guapo como decían que era el Charro Moreno, con el físico de Tucho Méndez, el toque de Pontoni, la gambeta de Sívori, los goles de Angel Cabruna, el panorama del bocha Maschio, el pase de Bochini, la inteligencia de Riquelme, la actitud de Tevez. En la cancha, desde que salía a calentar, daba clase de canto y baile. Era tango, Julio Sosa, el Polaco Goyeneche, Troilo, Piazolla, Tita Merello, Nelly Omar. Era Cuarteto, cumbia, era la Mona Jiménez, la bomba tucumana. Era un gran actor. Hacia reír, y llorar, como Pepe Arias, Sandrini, Darín, Marrone, el negro Olmedo. Fue Patoruzú, Isidoro, Fangio, Vilas, Ginóbili cuando encestó a los ingleses con la mano, Gatica, Monzón, el negro Fontanarrosa, asado, bife, abrazo, encuentro, código, mano, amigo. El eslabón que unió las cadenas sueltas de la cultura popular.

Por último y a modo de despedida, me permito contar algunos recuerdos personales:  Maradona tenía 14 años cuando hablé con él por primera vez. Habíamos llegado con un reportero gráfico de la revista El Gráfico a ver las inferiores de Argentinos Juniors, atraídos por la incipiente fama de Diego en los ambientes futbolísticos. El dato era: “Hay un pibe que la rompe en....”. Y allá íbamos, a descubrir, a disfrutar. Recuerdo, de ese día, que el pibe y los demás compañeros de verdad que la gastaban de tanto pisar y tocar.

Le acompañé, como cronista, al sudamericano juvenil en Venezuela. Ahí lo vi llorar por primera vez, a causa de una derrota injusta. En 1978, César Menotti le convocó a la selección para integrar un grupo de 25 jugadores. Antes de que comenzara la Copa del Mundo de 1978, el entrenador separó a tres, entre ellos a Maradona. El equipo tenía cuatro o cinco números “10”, Valencia, Villa, “Beto” Alonso, Larrosa y Mario Kempes. Menotti consideró que debía preservar a Maradona, cuando todavía tenía 16 años, de semejante responsabilidad.

Diego nunca entendió eso. La noche del día en que Menotti le dijo que debía abandonar la concentración, a la salida del comedor de la concentración, escuché gemir a alguien entre los arbustos del parque. Me acerqué y vi a Diego hincado, con la cabeza inclinada hacia adelante, llorando. Me agaché junto a él y traté de calmarlo. Le dije todas las tonterías de ocasión: “no llorés, Diego, ¿sabés todos los mundiales que vas a jugar vos?” y cosas así. Sollozaba y repetía: “¿cómo se lo digo ahora a mi mamá?”. “Ya sé, ya sé que voy a jugar otros mundiales, pero yo quería este, ahora, se lo prometí a mi mamá, yo quiero ser campeón del mundo”. Se calmó, cruzamos el parque, la noche cerrada y se fue a despedir de los compañeros. Un año más tarde, en 1979, compartí con él una gira con partidos amistosos frente a Italia, Holanda, Escocia, Irlanda y el Cosmos de Nueva York .Recuerdo los titulares después de un gol frente a Escocia:  Maradona magic. Ese mismo año 1979, en Río de Janeiro, antes de un partido frente a Brasil, salió del ascensor en el lobby del hotel Sheraton y ante más de cincuenta periodistas y reporteros gráficos dijo: “Buenos días para todos menos para uno”. Diego me señaló, vino hasta mí, me abrazó y me reprochó porque no le había llamado la tarde anterior. Salimos a la puerta del hotel, sin que él atendiera a los reclamos de la prensa. Quería hablar, contar anécdotas, divertirse, no hacer declaraciones formales.

Vi llorar a Diego de dolor, cuando le tenían entre cuatro para que el médico pudiera infiltrarle un anestésico en la rodilla inflamada y golpeada antes de un partido de Argentinos Juniors. Años más tarde jugó la Copa del Mundo de 1990 en Italia con el tobillo convertido en una pelota de tenis. Nadie de los que debía cuidarle se preocupaba de verdad por él. Había que hacerlo jugar, siempre. Y Maradona no se rendía, no dejaba nunca con diez al equipo. Ni él ni el negocio se permitían la ausencia. El dolor se negaba o se calmaba con lo que sea. Más adelante comenzaría a dolerle el alma. Entonces le acercaron la cocaína.

Le vi reír en su casa de Barcelona, cuando después de comerse unas milanesas ponía el respaldo de las sillas como barrera en el living y desafiaba a Czysterpiller para ver quien embocaba de tiro libre la pelota en el agujero de una mesa ratona a la que le habían sacado la maceta de adorno. Un año antes, en 1981, cuando se hizo el pase a Barcelona, le acompañé desde Villajoyosa, Alicante, donde estaba con Argentina en una gira previa a la copa del Mundo de 1982. En la habitación del hotel, recién llegado y a solas, se puso la camiseta del Barcelona. Con Jorge Czysterpiller, que acababa de descalzarse y de desmontar su pierna ortopédica, le vimos dormitar y soñar en la cama con la camiseta puesta.

Dejamos de encontrarnos personalmente allí, en Barcelona, cuando una banda de argentinos le rodeó y se lo llevó. Después supe de él por amigos comunes, por la prensa, por crónicas escritas a distancia. La última vez que lo ví, compartimos una mesa en el restaurante La Raya con el Coco Basile, Roberto Perfumo y Horacio Pagani. En ese momento, tal vez por la hora, por timidez, el tiempo, no se porqué, no le dije lo que ahora escribo: te voy a recordar como a un viejo amigo al que se quiere para siempre, por tanta alegría, tanto dolor, tanto tiempo compartido, tanta vida juntos.

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