lunes, 12 de octubre de 2020

Tinta envenenada

Por Guillermo Piro

La noticia hizo tambalear las bases que mantienen en inestable equilibrio las buenas conciencias de los lectores argentinos, siempre tolerantes y poco exigentes. Tolerantes y poco exigentes porque un lector exigente e intolerante, ante una traducción cualquiera de cualquier sello español, haría una denuncia ante Defensa del Consumidor, o en cualquier caso le prendería fuego al libro en cuestión, en el patio de su casa o en plena calle, y bailaría alrededor de la fogata una danza originaria para alejar a los malos espíritus: porque la Argentina frena la importación de libros españoles. 

Y no es que el gobierno tenga algo en contra de España, o algo en contra de los editores españoles, o contra las traducciones provenientes de España, no: como buen custodio de la salud de sus ciudadanos, pretende impedir que el lector se intoxique con la carga de plomo de la tinta con que están impresos los libros peninsulares. No sabemos si maldecir al gobierno o abrir un champagne.

Porque a pesar de que la Argentina concentra el 35% de las exportaciones del mercado editorial español, los españoles siguen traduciendo para una sola calle: ni para un solo país, ni para una sola ciudad, ni para un solo barrio: para una sola calle. Lo que hace la lectura de un libro español por momentos algo tan dificultoso como leerlo en la lengua original; hasta diría que en su lengua original resultaría más comprensible, porque la decisión de su lectura no sería tomada con el peso de la ilusión de ser comprendida. A España ese 35% parece importarle un bledo, sigue publicando libros como si nada pasara, y como el niño que muestra a sus padres el contenido de la escupidera en la que orgullosamente acaba de defecar, envía a la Argentina su producción editorial, repleta de orgullo.

Pero no es solo culpa de los editores españoles que ignoran a su principal cliente, también es culpa de los libreros y editores argentinos, que incluso reeditan traducciones made in Spain sin hacerle ningún retoque de ocasión, y también de los lectores argentinos, a quienes la cosa no parece importarles demasiado. Y parece no importarles demasiado porque la lectura de las traducciones incomprensibles no pone nada en riesgo, al contrario: incluso luego de leer una traducción española muchos lectores se sienten con la suficiente autoridad para afirmar que leyeron un libro de tal o cual y que adoran su estilo y su prosa maravillosa. De un libro traducido en España, ¿se entiende?

Toda esta historia remite un poco a Jorge de Burgos y su intento de salvaguardar al mundo de una obra maldita envenenando sus páginas, de modo que el lector, mojando el índice para pasar las páginas, poco a poco fuera contaminando su organismo hasta quedar tieso y con la lengua negra. Umberto Eco no pensaba en la tinta española cuando ideó esa artimaña asesina para poner en movimiento la rueda de su novela El nombre de la rosa. Tal vez se le ocurrió recordando algo que todo padre sabe –o debería saber– respecto de los libros infantiles: es recomendable que los pequeños –los que aún se llevan los libros a la boca– manipulen ejemplares editados al menos dos años antes, de modo que la tinta ya haya secado y eviten así la ingestión de plomo, si es que lo hubiera.

Así también el gobierno paternalista protege a los ciudadanos frenando la importación de libros españoles. Somos pequeños que podrían envenenarse lamiendo las páginas de los libros. Lo que el gobierno ignora es que el verdadero mal entra más silencioso y delicado y envenena las mentes de los lectores. De otro modo no se explica que la noticia haya suscitado tanta preocupación y pesadumbre: como si estuvieran perdiéndose de algo.

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