viernes, 23 de octubre de 2020

Dirigentes desorientados

Por James Neilson

Convendría que los políticos profesionales, sindicalistas y otros que conforman la clase dirigente nacional tomaran en serio aquella vieja admonición bíblica: “Médico, cúrate a ti mismo”. En su conjunto, son los responsables del estado crítico del país, pero a menos que se vean reemplazados, lo que no podría suceder sin una convulsión fenomenal que a buen seguro haría todavía peor la crisis angustiante que todos estamos viviendo, de ellos dependerá su eventual recuperación.

Es por lo tanto razonable preguntarse si están en condiciones de diagnosticar correctamente, y entonces hacer cuanto resulte necesario para curar una enfermedad que para muchos ha sido una fuente de beneficios ya que, como sucede con ciertos médicos, la experiencia les ha enseñado que puede ser más provechoso, y mucho menos estresante, complacer a quienes sufren de males debilitantes de lo que sería enojarlos exhortándolos a modificar drásticamente su estilo de vida.

Hace casi veinte años, cuando, por enésima vez, la economía se derrumbaba y millones quedaban sepultados bajo los escombros, una proporción significante de la ciudadanía llegó a la conclusión de que sería inútil pedirle mucho a la clase política, de ahí los gritos desesperados de “que se vayan todos”; pero después de un par de semanas se dio cuenta de que se trataba de una ilusión.

Bien que mal, resultaba que la clase política existente era mucho más representativa de lo que muchos querían creer, de suerte que, para alivio de aquellos que, para no caer en manos de turbas enfurecidas, se habían mantenido ocultos por un rato, la rebelión se agotó pronto y en las elecciones siguientes casi todos regresaron a los lugares que habían ocupado antes.

Si bien desde aquellos días una nueva generación se ha incorporado a la clase política nacional, no parece haberla rejuvenecido, tal vez porque muchos principiantes han sido hijos de personajes bien conocidos que heredaron no solo el apellido, sino también la mentalidad de su padre o abuelo.

¿Serán capaces de poner fin a un período de decadencia que ya ha durado tanto que para muchos equivale a la normalidad?

No hay motivos para el optimismo. Muy pocos están dispuestos a reconocer que de un modo u otro, aunque solo fuera por omisión, ellos o aquellos antecesores con los cuales se solidarizan anímicamente hicieron un aporte al desastre colectivo que han ocasionado. Antes bien, casi todos quieren defender su propia trayectoria y la de la agrupación a la que pertenecen, además de atacar a rivales acusándolos de haber causado décadas de deterioro económico, corrupción sistémica, la pobreza multitudinaria, un colapso educativo y un sinfín de otras patologías sociales.

Que los dirigentes políticos y sindicales se comporten de tal manera puede considerarse natural. Es humano. Así y todo, la postura defensiva asumida por quienes ocupan los puestos de mando en la sociedad plantea un problema sumamente grave.

Aunque es comprensible que sean contrarios a cambios que los obligarían a modificar radicalmente las actitudes que siempre los han caracterizado y que han jurado no abandonar nunca, a menos que tales cambios se realicen, el país continuará arrastrándose por un camino que, para alarma de muchos, parece estar llevándolo hacia un desastre descomunal.

El que el lenguaje usado por voceros de los distintos sectores sea mucho más rudimentario que en épocas anteriores es sintomático de la pandemia de irracionalidad política que el país está sufriendo. Los debates, por llamarlos así, se asemejan a reyertas escolares. Ya no se trata de comparar los presuntos méritos de distintos enfoques ideológicos o de analizar detalladamente las propuestas administrativas, sino de tratar al adversario de turno como partidario de algo tan básico como “la muerte” o “el odio”.

¿A qué se debe el infantilismo así manifiesto? Será porque quienes desde el poder hablan de tal forma son conscientes de que las eventuales soluciones para los problemas socioeconómicos que enfrenta el país serían tan antipáticas y por lo tanto tan costosas en términos políticos que prefieren limitarse a vociferar insultos con la esperanza de que a nadie se le ocurra culparlos por los desastres que muchos ven acercándose.

Mientras tanto, sigue profundizándose una crisis que es producto de una serie al parecer interminable de fracasos. Muchos gobiernos llegaron al poder proclamándose resueltos a poner fin a la decadencia nacional pero solo lograron prolongarla.

¿Será éste el destino del gobierno de Alberto? Tal y como están las cosas, sería un auténtico milagro que lograra demostrar que están equivocados los convencidos de que dejará el país en condiciones aún peores que en las que lo encontró.

© Diario Río Negro

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