miércoles, 16 de septiembre de 2020

No me apetece morirme

Por Almudena Grandes
Ya tengo muchos años, pero no recuerdo ninguno en el que haya lamentado volver a Madrid después de las vacaciones.

Regresar a mi ciudad, a mi casa, a las rutinas principales de mi vida, siempre me ha gustado tanto como abandonarla en los infernales calores de julio. 2020, tan distinto en todo, no ha sido diferente en eso, con la excepción de que este año nadie se lo cree. 

¿Y a Madrid te vas a ir, con lo mal que está todo por allí? A Madrid he vuelto, y mi ciudad me ha acogido con los brazos abiertos. De hecho, pareció celebrar mi regreso con una bajada de temperaturas que, como un hada madrina, me concedió el don de dormir con el balcón cerrado y algo más.

—Te voy a decir una cosa… —una señora muy mayor hablaba con su hija, una mujer de mi edad, mientras esperaban a que se abriera un semáforo en la calle de Fuencarral—. Esta mascarilla es mucho mejor que la de ayer. Con esta respiro bien, y con la otra no podía.

—No es la mascarilla, mamá. Es que hoy no hace calor. Por eso respiras mejor.

—Que no, que es la mascarilla, te lo digo yo…

Porque lo primero que hago al volver a Madrid, siempre, es tirarme a la calle de Fuencarral cueste lo que cueste. Este año, cuando me preparaba para reencontrarme con ella, alguien envió a mi teléfono móvil un vídeo inesperado, sombrío como la silueta de un buitre que volara en círculo sobre mi cabeza. Con la mejor de las intenciones, eso no lo discuto, sus autores clasificaban las actividades cotidianas en tres categorías, en función del riesgo de contagio que implicaban. Todo lo que yo me disponía a hacer sin quitarme en ningún momento la mascarilla —salir a caminar por la ciudad, entrar en un supermercado y hacer la compra— era bastante arriesgado. Lo que me apetecía hacer en los días sucesivos —quedar con amigos, tomar algo en una terraza, comer en un restaurante— era mucho peor, arriesgadísimo. Cuando terminé de ver el vídeo llegué a la conclusión de que sólo existe una cosa cien por cien segura para garantizar la imposibilidad cierta de un contagio. Pero, aunque sé que tendré que hacerlo antes o después, la verdad es que de momento no me apetece morirme.

¿Qué hacer entonces? Vivir, desde luego. ¿Y cómo vivir? Esa es otra cuestión. Tal vez una buena medida sea renunciar a la información, para ahorrarse a los 17 sabios diarios que dicen el mismo día 17 cosas distintas —que pronto tendremos vacuna, que la vacuna tardará mucho, que el virus se debilita al mutar, que las mutaciones del virus no lo debilitan, que las mascarillas de tela no sirven para nada, que las mascarillas de tela son útiles, que es una barbaridad que los niños vuelvan al colegio, que los niños tienen que volver al colegio como sea— siempre con la mejor intención y, supongo, sin dejar de ser sabios. Tal vez la solución está en la información, siempre que el receptor tenga tiempo, y ganas de cribarla como un equipo unipersonal de rastreo. Porque en abril todo estaba más claro que ahora. En abril se distinguía entre casos y contagios, entre enfermos y asintomáticos, entre hospitalizados en planta y en UCI, ahora no. Parece que de repente los matices estorban, pero sin ellos es muy difícil comprender lo que está pasando. Aunque tal vez, simplemente, la solución consista en recordar que la vida es peligrosa.

Para comprobarlo, basta con echar un vistazo a nuestro alrededor. Estamos rodeados, atrapados entre la irresponsabilidad de la gente que no se cuida ni está dispuesta a cuidar a los demás, y los que forran su casa con papel de plata para impedir el paso a la tecnología 5G, esa que va a activar a los nanorrobots que nos invadirán por medio de la vacuna para que Bill Gates domine nuestra mente. Pero eso tampoco es nuevo. Hace unos años, en la República Centroafricana se extendió el rumor de que los albinos transmitían el VIH y los mataban por la calle, como antes, en otras partes del mundo, habían matado a los judíos, y habían quemado a las brujas, y a los científicos, a los filósofos y a los herejes.

El papel de plata es una variante inocua del mismo pánico. Ojalá la vacuna llegue a tiempo de impedir que se transforme en violencia. Mientras tanto, no nos queda más remedio que afrontar el riesgo de estar vivos. Y disfrutarlo.

© El País (España)

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