sábado, 5 de septiembre de 2020

La traición que anida en el Gobierno


Por Héctor M. Guyot

Thomas Friedman, uno de los más respetados columnistas de The New York Times, escribió hace muy poco: "Es una frase que ni en un millón de años pensé tener que escribir o leer: por primera vez en nuestra historia, Estados Unidos quizá no pueda celebrar elecciones libres y justas en noviembre, ni tampoco tener un traspaso del poder pacífico y legítimo si el presidente Donald Trump es derrotado por Joe Biden". 

Hasta un sistema como el norteamericano puede tambalear cuando se introduce en él una anomalía como la que representa Trump, un hombre de pulsiones megalómanas que ha resquebrajado, con sus arrebatos, instituciones que hasta ayer parecían sólidas. Alimentando odios y resentimientos sin duda latentes, llevó la polarización a extremos dramáticos con el solo objeto de sumar poder. El fanatismo que sembró estalla ahora en violencia, como en el caso de los dos manifestantes contra el racismo que fueron asesinados en Wisconsin en plena protesta, al parecer a manos de un tirador de 17 años que admira a su presidente.

La grieta estadounidense no es, en esencia, distinta de la que padece la Argentina. Trump y Cristina Kirchner son dos caras de la misma moneda. La misma que ha rodado en el último siglo cada vez que una personalidad absolutista y carismática inocula el fanatismo en la gente para colocar, con apoyo popular, su voluntad por encima de la ley. Que sean de derecha o de izquierda es un accidente, porque lo que prima es la psicología: el ansia de dominación y control, un divorcio de la realidad que permite fabular con convicción y una astucia fría para la cual los demás son instrumentos del propio deseo. Ambos han llegado al lugar que ocupan mediante el cultivo de la confrontación y la demonización del adversario. La grieta que han creado los sostiene donde están. Y a ella se aferran.

Por eso el estupor del columnista Friedman resulta análogo al que podría sentir cualquiera que observe el escenario político argentino. La sensación es que el país se desliza por la pendiente de la esquizofrenia, que es lo que ocurre cuando la palabra se emancipa de la realidad porque, lejos de ser usada como medio para comunicarse, es manipulada como arma para eliminar al adversario y vencer los obstáculos que limitan la voluntad, incluida la ley. Hay algo que nos cuesta entender: por definición, la grieta excluye la posibilidad de diálogo, más cuando se la encarna no solo por estrategia, sino también, y sobre todo, como una fatal prolongación de la personalidad.

Cristina Kirchner y Alberto Fernández se necesitaron para volver y siguen apoyados el uno en el otro, pero sus verdaderos objetivos son incompatibles entre sí y esa evidencia multiplica el clima de alienación. La vicepresidenta necesita que el Presidente le habilite la impunidad. El Presidente necesita que la vice le confiera poder. Ella está dispuesta a hacerlo, pero en una dosis precisa: solo el necesario para que impulse el simulacro que la libere de las causas de corrupción. Si excede la dosis, se compra otro peligro. El problema de Alberto Fernández es que cuando avanza con el operativo impunidad pierde imagen y, en consecuencia, poder propio, que es su desvelo. La divergencia entre los objetivos y las necesidades de estos dos socios aún interdependientes permite suponer que la tensión irá in crescendo. Y, con ella, la alienación. Por su vicio de origen, aquel pacto sellado para ganar las elecciones tenía inscripto el fantasma de la traición, que podría sobrevenir en el momento en que uno u otro se considere en posesión de aquello que anhela y en condiciones de prescindir del otro. En el peronismo, la traición es virtud: siguen al que mata y olvidan al que muere.

En medio de esta locura de poder, el país anda a la deriva y sufriendo las consecuencias del parate que impuso la pandemia (dejemos el debate sobre la larga cuarentena para otra ocasión). Cuando más se necesita el diálogo, más se impone el antagonismo de la grieta. Un mandato de la vicepresidenta que todos acatan, desde Alberto Fernández hasta Massa, acaso porque por ahora es lo que conviene a las ambiciones de todos ellos, acostumbrados a hacer política de espaldas a la gente. El diálogo, los consensos, son una amenaza para Cristina Kirchner. Como ya ha ocurrido, saldrá a dinamitarlos cada vez que el desdibujado Presidente busque apoyarse en ellos.

Ni en una serie de Netflix hallamos una trama tan escabrosa como la que ofrece esta nueva edición de la interna peronista, hoy dominada con mano férrea desde el Senado. Ante ella, la oposición debería evitar tanto el simulacro del diálogo como la trampa de la grieta. Dialogar cuando se pueda, como ocurrió con la gestión de la pandemia mientras la vice se mostró prescindente. Y denunciar las mil formas que va adoptando el camino hacia la impunidad. Es decir, dar con la diagonal que le permita representar a aquella parte muy significativa de la ciudadanía que, lejos del fanatismo y el rencor, quiere un país distinto.

© La Nación

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