viernes, 7 de agosto de 2020

Cuando el silencio es salud

Por James Neilson
La peste viral y sus secuelas - encierros vigilados, distanciamiento social, derrumbes económicos y todo lo demás -, han borrado tanto que muchos dan por descontado que el mundo de mañana será muy distinto de aquel de ayer. A algunos les encanta la idea. Frente a lo que toman por una tabula rasa, se sienten como Alfonso X, el rey de Castilla y León cuando, allá en el siglo XIII, dijo: “si Dios me hubiese llamado a su consejo al principio de la creación del mundo, yo le hubiera dado buenos avisos”.

Entre los así tentados está el presidente Alberto Fernández. Luego de solidarizarse su homólogo mexicano Andrés Manuel López Obrador con el tenebroso yanqui Donald Trump, ha quedado como el único mandatario actual que, en su propia opinión por lo menos, realmente quiere “cambiar el mundo”, comenzando, es de suponer, con el capitalismo. Aunque está dispuesto a conservarlo por un rato ya que a su entender no hay alternativas viables a la vista, se ha propuesto “revisarlo”, echando a los financistas, para “ponerlo en su verdadera dimensión”. Parecería que sus ideas acerca de lo que sería necesario hacer no tranquilizan a todos los miembros del empresariado local.

Bien, soñar no cuesta nada y es comprensible que a Alberto le sea agradable fantasear en torno de un planeta mágicamente transformado en una utopía peronista, cuando no kirchnerista, pero mientras tanto tiene que preocuparse por el pedacito del universo que está bajo su jurisdicción. Por desgracia, los problemas que lo afligen no se prestan a soluciones sencillas. Imaginar un nuevo orden mundial en que todo funcione como corresponde es mucho más fácil de lo que sería encontrar la forma de impedir que la Argentina que emerja cuando todo esto haya terminado, si es que un día la pandemia sea nada más que un episodio histórico, se asemeje más a Venezuela, digamos, que al vecino Uruguay.

La oposición al gobierno de Alberto - mejor dicho, al ala kirchnerista de la coalición gobernante -, está cobrando fuerza. Toda vez que las huestes de Cristina avanzan, como hicieron al inducirlo a reclamar la expropiación de la cerealera santafesina Vicentin y al lograr la liberación por ahora parcial de Julio De Vido, Amado Boudou y, con tal que pague una fianza abultada, Lázaro Báez, se hacen sonar las cacerolas, se organizan manifestaciones de repudio callejeras y, como sucedió hace poco, banderazos multitudinarios. Se trata de una manera de recordarles a los kirchneristas que la Argentina es una república en que las autoridades, cuya legitimidad nadie cuestione, sólo disponen de una parte del poder y que por lo tanto les es preciso respetar a las minorías,

Es algo que muchos kirchneristas y otros peronistas son proclives a olvidar. Acostumbrados como están a hacer lo que se las da la gana cuando gobiernan, pasan por alto el que el año pasado Mauricio Macri, a pesar del estado ruinoso de la economía, consiguiera más del 40 por ciento del voto popular, Puede que lo haya debido más a la antipatía que siente una proporción nada desdeñable del electorado hacia Cristina, la Cámpora y ciertos sectores del peronismo tradicional que a un eventual fervor macrista, pero se trata de una realidad que el oficialismo tiene que tomar en cuenta. Entre otras cosas, significa que si para apaciguar a la vicepresidenta Alberto y compañía permiten que se perpetúen demasiados atropellos, la coalición que encabezan no tardará en ser una expresión minoritaria.

Parecería que lo entiende bastante bien Cristina, de ahí el apuro que siente. Necesita que los cambios que está impulsando, en especial los vinculados con la Justicia, lleguen pronto y que sean irreversibles; caso contrario, una derrota electoral en 2021 ó 2023 podría resultarle muy dolorosa.

Sin embargo, al presionar tanto a Alberto, Cristina y los suyos están socavando al gobierno del que dependen al brindar a la oposición motivos válidos para salir a la calle y protestar con furia creciente. De no haber sido por lo de Vicentin, la amenaza de soltar a vaya a saber cuántos violadores y otros delincuentes comunes de cárceles hacinadas y la búsqueda frenética de impunidad para sujetos de antecedentes turbios vinculados con la corporación política, la imagen de Alberto aún tendría el lustre impresionante que adquirió en marzo al reaccionar enseguida frente al arribo del coronavirus.

También ha tenido un impacto muy negativo para Cristina, y por lo tanto para el gobierno, el asesinato de quien fuera su secretario privado, Fabián Gutiérrez, y el hecho de que la fiscal a cargo de la causa sea su propia sobrina. Aunque nadie supone que la expresidenta y actual vicepresidenta haya sido responsable, directa o indirectamente, de la tortura y muerte del multimillonario que debió su fortuna a su relación con el matrimonio más poderoso y, según algunos, más rico de la historia nacional, el crimen sirvió para llamar la atención a la corrupción kirchnerista y al clima mafioso que impera en el feudo de Santa Cruz, lo que, desde luego, incide de manera nada grata en la reputación del personaje político más influyente del país. Demás está decir que no ayudaba la sospecha generalizada de que lo que los asesinos querían era obligar a su víctima a decirles donde él mismo y sus jefes habían ocultado la plata de la corrupción. Por injusto que les parezca a los admiradores de Cristina, es una mancha más.

¿Exageraban los sindicados como los duros de Cambiemos al calificar lo sucedido de un asunto de “la mayor gravedad institucional” y pedir que la Justicia Federal se encargara de la investigación, sacándola de las manos de la sobrina de la expresidenta? Muchos, empezando con Alberto que encontró “canallesco” el comunicado en tal sentido, creen que sí, aunque en el caso de quienes no son kirchneristas sólo fuera porque su difusión amplió “la grieta” que los atribula. Rezan para que los políticos cierren filas de una vez porque el país está entrando en una fase que amenaza con ser muy peligrosa para todos.

Dadas las circunstancias, tal actitud puede entenderse, pero sucede que en las circunstancias actuales, cualquier alusión, por suave que sea, a la corrupción que, nos guste o no es uno de los problemas básicos del país, parecerá explosiva a quienes defienden lo hecho por sus compañeros en el pasado reciente.

¿Qué, pues, deberían hacer los preocupados por el futuro inmediato? ¿Sería mejor que asumieran una postura moderada o, si se prefiere, neutral ante las acusaciones nada arbitrarias que se han formulado en contra de Néstor, Cristina y sus adláteres, como si fuera cuestión de meras diferencias políticas o ideológicas? ¿Se beneficiaría la Argentina si todos los dirigentes políticos, periodistas y magistrados decidieran guardar silencio hasta nuevo aviso por temor a que resultara suicida intentar aproximarse a la verdad?

Tal y como están las cosas, parecería que hay que optar entre resignarse a que la Argentina siga siendo un país extraordinariamente corrupto por un lado y, por el otro, correr el riesgo de provocar convulsiones en una sociedad devastada por la pandemia. Por estar donde Cristina lo puso, Alberto es partidario del eslogan favorito de otro gobierno peronista, “el silencio es salud” y está dispuesta a librar batalla contra los dispuestos a hacer ruido, pero en el país hay muchos millones que se sienten personalmente ofendidos por la noción de que sea patriótico minimizar la importancia de la honestidad. Quieren la unidad nacional, pero no al precio de amnistiar a los acusados de embolsar miles de millones de dólares que, sin explicar su origen, invertirían, como hizo Gutiérrez, en casas que semejan fortalezas, campos extensos o autos de alta gama.

Para Alberto, quienes insisten en hablar de temas tan urticantes como la corrupción son “odiadores seriales”, individuos tan malignos que hay que “terminar” con ellos. Aunque es de suponer que se inspiró en la “Ley constitucional contra el Odio, por la Convivencia pacífica y Tolerancia” confeccionada hace un par de años por el régimen bolivariano del amigo Nicolás Maduro, la costumbre de acusar de “sembrar odio” a los que discrepan con la opinión presuntamente sana se popularizó inicialmente entre los ultras de lo políticamente correcto de los países anglosajones para después, como tantas otras modas sociopolíticas, encontrar un lugar en el léxico latinoamericano.

Sea como fuere, no es nada fácil saber lo que Alberto, un hombre que suele afirmarse amigo de las libertades democráticas, el diálogo y otras cosas buenas, tenía en mente cuando se aseveró resuelto a “terminar con los odiadores seriales”. No se habrá referido a los integrantes de su propio espacio que raramente vacilan en proclamar a los cuatro vientos su deseo de ver ahorcados, fusilados por la espalda o, si son misericordiosos, encarcelados a adversarios como Macri sino a aquellos réprobos de la oposición que se animan a criticar la conducta de la vicepresidenta y sus allegados o, peor, a periodistas que hacen lo mismo, además de informar sobre las actividades. De todas formas, acaso convendría que Alberto, un hombre de personalidades múltiples que un día es un progresista cabal y otro un fanático de lo nac&pop, se abstuviera de hacer declaraciones incendiarias que no contribuyen en absoluto a crear el clima de armonía intersectorial que a veces dice querer instituir.

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