domingo, 19 de julio de 2020

Tristeza y curiosidad

Por Guillermo Piro
Cuando se habla de enfermedades mentales y problemas psíquicos es fácil y común decir cosas erradas, que en vez de ayudar empeoran a quien no está bien. Si son los diarios los que tratan el tema es aún más importante tener cuidado, evitando difundir información equivocada y presentaciones incorrectas. Es por esta razón que la OMS publicó un manual sobre cómo los diarios deben hablar de los suicidios.

Uno de los temas más delicados está relacionado con el modo en que se habla de las personas famosas con problemas psicológicos y psiquiátricos: se corre el riesgo de romantizar o volver fascinantes y deseables ciertas patologías y disturbios, o bien de reducir toda la vida de una persona a la enfermedad que padece. Al mismo tiempo es oportuno recordar que muchas personas conocidas por haber hecho grandes cosas sufrían de depresión o de otros disturbios similares; algunas se suicidaron a causa de sus problemas, pero muchas otras consiguieron convivir con ellos y saberlo puede ayudar a quien se encuentra en dificultades.

De eso habla el británico Matt Haig en Razones para seguir viviendo (Planeta, 2015). El libro en parte es una autobiografía que cuenta la depresión de Haig (en particular un episodio grave que sufrió cuando tenía 24 años), y en parte es una serie de consejos para quien sufre de depresión y para quien lidia con alguien con un problema de ese tipo. El libro pronto se convertirá en una serie de televisión producida por los responsables de Fleabag.

Cuenta Haig que a los 32 años Abraham Lincoln había padecido dos episodios depresivos muy graves, lo que lo llevó a declarar: “No hay entre los vivos hombre más infeliz que yo. Si lo que experimento estuviese distribuido equitativamente entre toda la familia humana, no habría sobre la Tierra un solo rostro alegre. Si alguna vez estaré mejor, no sé decirlo; tengo el terrible presentimiento de que no será así. Permanecer en estas condiciones es imposible. Tendré que mejorar o morir”.

Pero Lincoln no fue el único. Lord Byron lo llamaba “el don terrible”. Churchill también convivió a lo largo de su vida con lo que él mismo llamaba su “perro negro”. John Gray (un ensayista formidable, si no me creen lean Perros de paja) considera que Churchill no derrotó a la depresión para volverse un gran estadista, sino que más bien se volvió un gran estadista gracias a la depresión, que la excepcional apertura a las emociones intensas se explica gracias a su capacidad para percibir peligros que mentes más convencionales no lograban ver. Para muchos de los políticos que promovían llegar a un acuerdo con Hitler, el nazismo era poco más que una turbulenta expresión del nacionalismo alemán. Hacía falta una mente extraordinaria para hacer frente a una amenaza extraordinaria. Churchill, dice Gray, pudo anticipar los horrores futuros gracias a las visitas de su “perro negro”. De modo que según Haig la depresión es una pesadilla, no hay duda, pero que puede revelarse útil, contribuyendo a mejorar el mundo.

Sin la “pistola humeante” de un episodio depresivo (la expresión es de Haig) resulta difícil explicar la existencia de ciertas obras geniales. Plath, Hemingway, Woolf, Munch, Dickinson, Kafka... Kafka no habría podido escribir La metamorfosis sin haber experimentado una verdadera angustia. Tampoco Dickinson hubiese podido escribir “Sentí un funeral en mi cerebro”. Edvard Munch no habría pintado El grito. La enfermedad deja un residuo, una intensidad que sirve para explorar las cosas con curiosidad y energía. La tristeza, dice Haig, nos vuelve curiosos.

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