miércoles, 3 de junio de 2020

El silencio de los aficionados

Sin las multitudes en los estadios, no quedan más sonidos 
que el del golpe seco del balón, la celebración íntima de 
la victoria

"La íntima euforia de la victoria..."
Por León Krauze

En el desgastante paisaje emocional del 2020, la discusión sobre si permitir o no el retorno de los deportes profesionales puede parecer trivial. No lo es. Más de 180 millones de personas vieron la temporada 2019 de la NFL solo por televisión. La audiencia de la NBA puede haber bajado en los últimos años, pero la huella de la liga en redes sociales crece cada minuto. 

Los deportes tienen una importancia similar, si no es que mayor, a lo largo y ancho del planeta. En España, Inglaterra, Italia, México y una casi interminable lista de países, el futbol del fin de semana es una experiencia religiosa. Y no uso esa palabra a la ligera. Los equipos deportivos dan una sensación de comunidad y de propósito que es, sin duda, casi de naturaleza religiosa.

Por esa sola razón, y poniendo la seguridad de los jugadores como prioridad principal, los deportes profesionales deben de volver de una u otra manera. Uno de los principales obstáculos es la ausencia de fanáticos, una condición inevitable sin la posibilidad de una inmunización masiva a la vista y con una segunda ola del virus en el horizonte. Algunos dicen que los deportes sin fanáticos ruidosos no tienen sentido. Pero esto me parece miope. “Que los deportes vuelvan, incluso a estadios vacíos, nos devolverá un poco de la humanidad que nos falta en estos momentos difíciles”, me dijo hace poco el periodista deportivo Grant Wahl. Tiene razón. Aunque la energía en las gradas es una parte inconfundible de la experiencia de los deportes profesionales, la acción en el campo es lo que realmente importa. Lo que es más, sin los aficionados, aparece, para nuestro disfrute, un aspecto rara vez visto: una mirada a la locura que son los deportes profesionales en su nivel más íntimo. Hay pocas cosas tan emocionantes como atisbar las interacciones en el campo, los atletas de primer nivel en el mejor momento de sus carreras, usando todas las armas disponibles para obtener una ventaja.

Lo sé porque lo he visto.

A principios de los 90, como periodista deportivo en ciernes que cubría varios campos de entrenamiento del futbol mexicano, tenía el hábito de grabar tantos diálogos de cancha como fuera posible. Llevaba un micrófono que me permitía capturar cosas que las grabadoras normales no podían (por lo menos en aquellos años). Logré capturar a muchos entrenadores explicando estrategias, moviendo jugadores como piezas de ajedrez o perdiendo la paciencia cuando alguien cometía un error menor. Mi favorito era Ricardo Ferreti, el volátil brasileño que entonces entrenaba a los Pumas, el equipo de la Universidad. Ferreti enloquecía a la menor provocación. El modo en el que le hablaba a los jugadores me dejaba boquiabierto. Recuerdo una vez que le dio una regañada tremenda a un jugador apodado “Tiba”, que perdió el balón tres veces seguidas en una jugada de rutina. Y sigue haciéndolo, por cierto.

Unos años después comencé a cubrir partidos. Y aunque no es el mejor lugar para entender la disposición táctica del partido, siempre trataba de bajar al campo. Me gustaba pararme detrás de las porterías, escuchando lo que los jugadores le decían a sus compañeros, a sus rivales y al a menudo desventurado árbitro. Me fascinaba la libertad con la que se motivaban, amenazaba y maldecían. También me permitió apreciar el deporte de una manera distinta. Comprendí el aspecto psicológico del juego, el modo en el que los defensores intentan sacar de sus casillas a los atacantes y viceversa; el modo en el que los jugadores insisten e insisten para manipular a los árbitros y los entrenadores que intentan desesperadamente intervenir. Las cosas que vi y escuché en un partido eliminatorio para el Mundial entre México y Honduras a mediados de los noventa harían que la famosa agresión del francés Zinedine Zidane al italiano Marco Materazzi parezca una cosa de niños.

Pero no se trata únicamente de los juegos mentales y de los insultos (irresistibles en todos los deportes). Tener la oportunidad de escuchar a los jugadores reacomodarse en el campo después de recibir las instrucciones desde la banda me permitió comprender la compleja estrategia deportiva. Desde arriba, con el público gritando y brincando alrededor, las complejidades de la táctica se pierden. Allá abajo, incluso en un partido de liga cualquiera, la intensidad de los deportes profesionales casi se puede tocar. Terminas por entender que lo que los deportistas profesionales juegan es algo muy, muy distinto de nuestros partidos de fin de semana. Para el verdadero fanático de los deportes, el silencio es invaluable.

No todos lo ven así. La pandemia ha vaciado los estadios y las arenas alrededor del mundo. Durante los primeros meses, cuando el temor y la incertidumbre tomaron por asalto una terrible primavera, casi todas las ligas de casi todos los deportes bajaron el telón. Pero ahora los deportes han resurgido en los países que han logrado contener la expansión de la enfermedad. En Alemania, la Bundesliga está de vuelta. Aún con las gradas vacías, la acción no ha disminuido un ápice. Las televisoras que transmiten los partidos, sin embargo, son otra cosa. Quizá porque le temen al silencio, han incluido una pista: cánticos y gritos de los fanáticos (inexistentes). El efecto es desconcertante e inquietante. Esto debería parar, y los deportes tienen que continuar sin fanáticos y sin otros sonidos que los golpes a la pelota, las emociones puras de la competencia de alto nivel y la íntima euforia de la victoria.

Créanme: la próxima vez que haya fanáticos en las gradas, quizá nos sintamos inclinados a pedirles que guarden silencio.

© Letras Libres (publicado originalmente en Slate)

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