martes, 18 de febrero de 2020

La cultura bajo los Kirchner y Macri

De una gestión dinámica, que favoreció el amiguismo 
la opacidad, se pasó al abierto antiintelectualismo

Por Damián Tabarovsky

Un viejo amigo ya muerto solía decir que habitualmente al peronismo no le importa demasiado la política cultural (en el aspecto técnico del término, en el sentido de las actividades del área estatal de cultura) porque el peronismo es en sí mismo una política cultural. Una cultura política toda entera. Por cierto, no hace falta aclarar que mi amigo era peronista y que su boutade no se cumplió durante el ciclo 2003-2015, los años de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, en los que sí importó la política cultural. 

En esa época la Secretaría de Cultura fue elevada por primera vez en la historia al rango de Ministerio, su presupuesto aumentó notoriamente, se inauguraron instituciones destacables (grandes centros culturales, etc.), se crearon muy buenos programas (como Sur, de subsidios a la traducción de libros de autores argentinos a otros idiomas), se llevaron a cabo toda clase de iniciativas y participación en ferias y eventos internacionales que abrieron una amplia gama de discusiones públicas, muchas de las cuales aún no se han saldado y permanecen vigentes con una intensidad llamativa. Buena parte de esas discusiones remiten al hecho de que la jerarquía ministerial y la importancia presupuestaria finalmente no desembocaron en resultados culturalmente interesantes y que el gobierno, en cultura como en otras áreas, fue particularmente sectario. Pero antes de continuar por ese camino, avancemos aún más hasta el presente más próximo, hasta la política cultural del gobierno de Macri (2015-2019).

A la inversa de la frase de mi amigo peronista es imposible explicar la política cultural del macrismo (¡ah, el gusto argentino por los ismos!) por fuera de su proyecto político general. Dicho de otro modo, yendo más allá de la política cultural propiamente dicha: para el estado actual del capitalismo –en su fase neoliberal, que Macri expresó como un alumno obediente– la cultura es un problema, un obstáculo. O más aún: la propia democracia –basada en la noción de derechos: derechos laborales, derechos sociales, derechos humanos, derecho al acceso a la cultura– se ha vuelto a veces un estorbo, como queda claro en gobiernos como el de Brasil, entre otros. En la Argentina de los últimos cuatro años la cultura fue un engorro, un fastidio, una piedra en el zapato, una molestia, algo que había que administrar sin tener ningún interés por hacerlo.

Sobre la política cultural y la zona de “humanidades” de aquel gobierno en un sentido amplio (que incluye también a la educación, los medios públicos y el área de ciencia y técnica) se abatió un desinterés que terminó rayando con el odio. Odio a la cultura, a lo intelectual. No se trató solo de la degradación del Ministerio a Secretaría de Cultura, de los recortes presupuestarios brutales, del abandono de planes que existían desde hace décadas, de los despidos de empleados públicos festejados como triunfos políticos, de la parálisis de la gestión. No, no se trató de eso. O no solo de eso. Se trató sobre todo de que la política cultural del macrismo encandiló de mediocridad, de chatura intelectual, de falta de imaginación, de ausencia de apuestas riesgosas. La política cultural del macrismo no va a ser recordada por nada, salvo por su incapacidad para expresar alguna clase de pensamiento y de reflexión intelectual. Macri designó como ministro de Cultura (luego descendido a secretario) a un ex gerente general en la región de Penguin Random House (en ese entonces llamada Random House Mondadori) cuyo mayor logro allí fue el de despedir a sus mejores editores y a parte del personal (la empresa lo premió despidiéndolo unos años después). Esa misma actitud, entre burocrática, mediocre y cínica, caracterizó la política ministerial. O tal vez sí hay algo que curiosamente definió la política cultural del macrismo: su militante antiintelectualismo. Si digo curiosamente es porque en general tendemos a pensar al antiintelectualismo como uno de los rasgos propios del populismo. Tal vez ya sea el momento de pensar también los modos populistas del neoliberalismo. Veamos un ejemplo, entre tantos y tantos otros: la presencia de Argentina como país invitado de honor en la Feria del Libro de Bogotá en abril de 2018, el año en que también se jugó el Mundial de Futbol de Rusia, entre junio y julio. ¿Qué relación hay entre ambos eventos? En principio ninguna, salvo para el Ministerio de Cultura, que diseñó el estand como una cancha de fútbol en la que se podían jugar partidos y patear penales y en el que se regalaban camisetas de la selección argentina con el número 10, el de Messi, todo bajo un inmenso cartel celeste y blanco que decía “La literatura argentina sale a la cancha”. Cuando Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional (BN) del macrismo, llegó a Bogotá y vio el estand, dijo estas palabras: “Pido disculpas en nombre de todos los argentinos por el vergonzoso escenario de un estadio de fútbol montado en una fiesta del libro; celebramos seguramente esos notables futbolistas Borges, Bioy Casares, Alejandra Pizarnik, Cortázar, desde el Martín Fierro en adelante [...] pero les pido de nuevo disculpas por ese gesto tan absurdo de populismo.” Como decía, este es solo un ejemplo –pero muy ilustrativo– entre decenas de otros similares, que marcó el estilo de la gestión cultural del gobierno de Macri. Veinte días después, en un evento organizado por Clarín en la Feria del Libro de Buenos Aires, Manguel volvió a hablar en público y dijo: “En la BN no tenemos ni para el café.” Al tiempo renunció, aduciendo cuestiones de salud.

Ahora volvamos un poco más atrás, a lo mejor de la política cultural del kirchnerismo: la gestión de la BN, entre 2005 y 2015, en manos del ensayista Horacio González. Permítanme que haga una pregunta, que dudo mucho que en México alguien pueda responder, pero cuya falta de respuesta en Argentina cada vez que la he hecho –en privado y en un par de artículos– sí nos dice mucho sobre el tema: ¿Quiénes fueron los anteriores directores de la Biblioteca Nacional? Es decir, ¿quiénes fueron los directores durante los gobiernos de Duhalde, De la Rúa, Menem y Alfonsín? Prácticamente nadie supo contestarme. ¿Por qué? Porque lo que hizo González fue jerarquizar ese puesto. Le dio a la BN una centralidad inédita, al menos desde el retorno a la democracia (antes, por supuesto, entre 1955 y 1973, en medio de gobiernos militares y civiles con el peronismo proscripto, fue dirigida por Borges). Después de González, el de director de la Biblioteca Nacional pasó a ser un puesto prestigioso y apetecible. Además de modernizar los aspectos estrictamente bibliotecológicos, la convirtió en un gran centro de debates y discusiones y, entre muchas otras actividades, fundó allí una de las editoriales clave de las últimas décadas, publicando bajo una aguda mirada patrimonial libros que jamás editaría el mercado privado (como la colección de ediciones facsimilares de las principales revistas culturales argentinas), todo con gran pluralismo (el primer libro que publicó fue ¿Qué es esto?, de Ezequiel Martínez Estrada, seguramente el más grande texto antiperonista de la historia). La BN pasó a ser un lugar dinámico, democrático, profundamente intelectual y a la vez abierto a todo público. La nueva gestión de Macri se encontró entonces con el problema de a quién colocar en ese puesto que, de golpe, se había vuelto respetado y mediático. Se pensó más en encontrar a alguien conocido y de cierto prestigio, que en la política que debía seguir la BN. Así, bajo el modo del headhunting, el gobierno consiguió conchabar a Alberto Manguel que, residente desde hacía décadas en el extranjero y pese a ser relativamente poco conocido en Argentina, venía con el aura de ser un gran lector (en los medios oficialistas salían notas acerca de la cantidad de libros que tiene en su biblioteca personal) y, sobre todo, representaba a la perfección el mito del argentino que triunfa en el mundo, uno de nuestros pasatiempos predilectos. La primera decisión de Manguel fue demorar su llegada, mientras sus jefes hacían el trabajo sucio de despedir sin razones a buena parte del personal. Finalmente llegó y su gestión fue tan anodina como la del resto del área cultural (incluyó además el cierre de la editorial de la BN, con argumentos difíciles de comprender). Lo más destacado de su paso fue haber logrado que un grupo de empresarios –de esos que ganaron fortunas con el gobierno de Macri– pusieran 400,000 dólares para comprar y luego donar a la BN las bibliotecas personales de Bioy Casares y Silvina Ocampo (la noticia, sin duda valiosa, puede leerse también como que ni la BN ni el Ministerio de Cultura contaban con los recursos para adquirir ellos mismos la biblioteca de dos de los escritores clave del siglo XX argentino).

Más allá de la BN, el kirchnerismo convirtió la Secretaría de Cultura en Ministerio, con el consecuente aumento presupuestario. Fue dinámico y, a veces, intelectualmente ambicioso. Pero los resultados estuvieron por debajo de lo esperado. Hubo mucho sectarismo, amiguismo y falta de transparencia. Nos dejó un gusto agridulce. ¿Qué hubiésemos deseado? Que el siguiente gobierno mantuviera el presupuesto, la jerarquía ministerial y la ambición intelectual, pero corrigiendo precisamente el amiguismo, la falta de transparencia, y el discurso único hecho de una retórica falsamente épica y fatalmente hueca, que se había vuelto asfixiante. Pero nos encontramos con que el gobierno de Macri desplomó el presupuesto y llevó adelante una política cultural mediocre, chata y llena de odio hacia lo intelectual. Nunca dudé de que eso iba a pasar. El gusto ahora ya es directamente amargo.

Es muy pronto para hablar del nuevo gobierno. ¿Estaremos en presencia de un neokirchnerismo? ¿De un poskirchnerismo? ¿De otra cosa? Difícil saberlo por ahora. A cargo de Alberto Fernández (ex jefe de gabinete de Kirchner, convertido luego en opositor, ahora a cargo de una coalición que reúne al kirchnerismo y a otros peronismos, por años enfrentados) y la propia Cristina Fernández de Kirchner, como vicepresidente y figura central del gobierno, al momento en que escribo estas líneas llevan solo 21 días en el poder. Ya han vuelto a convertir a Cultura en Ministerio y han relanzado el Plan Nacional de Lectura, inaugurado en 1983 y clausurado por Macri en 2016. Son buenas decisiones. Pero también son fáciles de tomar. Apuntan al sentido común del grupo de artistas, editores, escritores e intelectuales aplaudidores (¡quién pudiera dedicarse a ese oficio!) de estética insoportable (ya presente en ambos actos recientes), que terminó haciendo de la política cultural del kirchnerismo un abanico de prebendas, pequeños negocios y corruptelas varias (como las inmensas compras estatales de libros hechas de un modo discrecional).

No he mencionado aquí la gestión del Ministerio de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en manos del macrismo de 2007 hasta, al menos, 2023, cuando termina el mandato, cuyo presupuesto fue proporcionalmente mucho mayor que el del gobierno nacional y también de mucha mayor visibilidad (por dar un ejemplo, el Teatro Colón no pertenece al gobierno nacional sino al de Buenos Aires). Quedará para otra oportunidad. Para otro momento también habrá que hablar de un rasgo –el que yo más valoro– de la cultura argentina: su capacidad crítica para circular por fuera del Estado. Su veta libertaria que no se deja atrapar por él y que, al mismo tiempo, sospecha del mercado y del mainstream. Lo más interesante de la vida cultural argentina –como el auge de las editoriales independientes desde hace veinte años– va en esa dirección.

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