martes, 28 de enero de 2020

La esquizofrenia en el poder

Por James Neilson
Que un político adapte su discurso a las circunstancias puede considerarse perfectamente normal. Así y todo, sería difícil encontrar en el mundo otro que lo haya hecho con más desfachatez que el presidente Alberto Fernández. Como nos recuerdan los muchos videos que quienes no lo quieren insisten en difundir por distintos canales televisivos y medios sociales, sus opiniones más recientes sobre una multitud de asuntos no guardan relación alguna con las que expresó con vigor notable antes de reconciliarse con Cristina.

En una época como la nuestra en que está de moda exigirles a los gobernantes decirnos lo que realmente creen, tanta plasticidad debería ocasionarle problemas, pero parecería que a pocos les preocupa la afición presidencial al “doblepensar” orwelliano. Será porque los interesados en el melodrama político nacional entienden que, del resultado de la lucha entre los dos Albertos, el librepensador del pasado no muy lejano y el que hoy en día se afirma virtualmente idéntico a Cristina, dependerá la suerte del país.

Con matices, lo que hay que suponer está sucediendo en la cabeza del presidente refleja el conflicto entre los que sueñan con una Argentina “normal” y quienes lo ven como un laboratorio en que pueden realizar los extraños experimentos ideológicos que quisieran llevar a cabo. Lo mismo que el peronismo en tantas ocasiones se las ha ingeniado para ser a un tiempo el oficialismo y la oposición.

A pesar de los intentos de Alberto de convencernos de que la coalición mayormente peronista que triunfó en octubre es en verdad un dechado de armonía, las grietas internas siguen manifestándose. Aunque en el fondo, la estrategia económica relativamente “ortodoxa” que ha adoptado el gobierno es incompatible con el proyecto kirchnerista, mejor dicho, cristinista, los responsables de elaborarla han tratado de conformar a quienes sueñan con una epopeya populista al obligar a los sectores más desarrollados de la sociedad, que en octubre cometieron el pecado imperdonable de votar a favor de Mauricio Macri, a continuar subsidiando a los menos en nombre de “la solidaridad”, lo que entraña el riesgo de que se demore hasta las calendas griegas el eventual crecimiento del conjunto.

Con todo, si bien ya se han producido algunos roces en el ámbito económico al negarse Martín Guzmán a ayudar al gobernador bonaerense Axel Kiciloff con un “salvataje” para que pueda pagar con más comodidad el vencimiento de un bono emitido por Daniel Scioli, dándole así un pequeño baño de realismo, las diferencias son más patentes en diplomacia y seguridad.

En el frente exterior, Alberto sabe que no le convendría en absoluto enojar a Donald Trump, el enemigo jurado del esperpéntico mandamás venezolano Nicolás Maduro, pero para mantener cohesionado al gobierno tampoco quiere enfrentarse con Cristina y sus adherentes que, a pesar de las consecuencias catastróficas de la gestión chavista, son reacios a criticar lo hecho por el “hijo” del comandante. Puede que no exista una forma de complacer a ambos, pero Alberto habla como si a su juicio fuera posible hacerlo dosificando reparos a la conducta del régimen de Maduro sin animarse a ir al extremo de calificarlo de dictadura, como hacen otros integrantes del Grupo de Lima del que la Argentina sigue siendo un miembro.

Asimismo, después de recibir reproches de entidades judías por su presunta voluntad de dejar de tratar a Hezbollah como la organización terrorista que es, está procurando posicionarse como un amigo de Israel a pesar del feroz “antisionismo” de aquellos kirchneristas que reivindican el pacto con Irán, razón por la que, acompañado por Kiciloff, visitó Jerusalén en su primer viaje al exterior como presidente para asistir al Foro Internacional de Líderes en Conmemoración del Holocausto.

Cuando de la política exterior se trata, Fernández y el canciller Felipe Solá parecen querer seguir un rumbo parecido al trazado por Mauricio Macri al privilegiar la realidad, o sea, la economía, por encima de las fantasías ideológicas de ciertos intelectuales K. Para contrarrestar a las presiones de quienes los toman en serio, pueden aludir a los cambios que se han producido últimamente en el tablero internacional. Por su parte, Cristina y los suyos también pueden justificar las posturas que asumieron cuando el gobierno estaba en sus manos al señalar que hace apenas cinco años ni siquiera los antichavistas más vehementes previeron que el régimen de Maduro protagonizaría el fracaso socioeconómico más espectacular del planeta, uno que convertiría un país petrolero supuestamente riquísimo en una zona de desastre asolada por hambrunas, la falta de medicamentos básicos y violencia en una escala apenas imaginable y que, para colmo, expulsaría a una proporción sustancial de su población. Tampoco pudieron prever lo que sucedería con Irán que, además de sufrir una implosión económica, seguiría tratando de sembrar caos en sus vecinos árabes.

Sea como fuere, aunque China está desempeñando un papel cada vez más influyente en los asuntos internacionales y, siempre y cuando no se produzca otra de aquellas convulsiones que se han repetido a través de su larguísima historia, no tardará en tener la economía más grande del planeta, todavía dista de constituir una alternativa a Estados Unidos. Alberto lo entiende. Es que aun cuando la Argentina disfrutara de buena salud económica, sería de su interés contar con el respaldo de Trump en las instituciones financieras multinacionales. Puesto que en cualquier momento la economía podría desplomarse y sepultar al gobierno bajo un montón de escombros, no le queda a Alberto más opción que la de procurar congraciarse con el magnate impulsivo que, bien que mal, es el que manda en la superpotencia y que, tal y como están las cosas, podría permanecer en la Casa Blanca después de las elecciones de noviembre.

Hasta ahora, el ala racional o, si se prefiere, pragmática del gobierno peronista se las ha arreglado para manejar la economía y la política exterior conforme a lo que es de suponer son las ideas de quien lo encabeza. En todo lo vinculado con la seguridad, en cambio, la situación es mucho más borrosa. Aunque Alberto dice compartir los principios reivindicados por la ministra Sabina Frederic, no puede sino entender que las actitudes manifestadas por la antropóloga, una garantista que brinda la impresión de simpatizar mucho más con los delincuentes que con el resto de la población, podrían tener consecuencias fatídicas, sobre todo si los policías y gendarmes la toman por una enemiga que quiere verlos desarmados. En tal caso, sería natural que -como en efecto ocurrió hace poco en Villa Gesell y ya es rutinario en Rosario - dejaran de arriesgarse en lugares en que podrían ser atacados por sujetos que no vacilarían en matarlos, lo que haría de buena parte del país, comenzando con los barrios más pobres, una inmensa zona liberada. Si las fuerzas de seguridad reaccionan frente a Frederic negándose a exponerse, el resultado más probable sería un aumento exponencial del delito y, desde luego, de justicia por mano propia.

Además de oponerse al uso de las armas Taser, tal vez sólo porque las introdujo su antecesora como ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, Frederic debe la notoriedad que pronto adquirió a su voluntad de intervenir alegremente en asuntos que no son de su incumbencia formal. Lo hizo al opinar que el terrorismo es un problema de la OTAN, no de la Argentina, y que Hezbollah, la banda subvencionada por Irán que según la Justicia fue responsable directo del atentado mortífero contra la AMIA, no debería ser considerada como una organización terrorista. Sea como fuere, después de pensarlo, Alberto decidió que sería mejor mantener congelados los activos financieros de Hezbollah, ahorrándose así las repercusiones internacionales que hubieran tenido un cambio que algunos interpretarían como una manifestación de apoyo al terrorismo islamista.

Demás está decir que las sospechas acerca de los hipotéticos vínculos fueran concretos o meramente emotivos, del kirchnerismo duro con el régimen iraní se han intensificado merced al renovado interés, no sólo aquí sino también en el resto del mundo, en el destino trágico del fiscal especial Alberto Nisman. Asimismo, el quinto aniversario de su muerte y la difusión poco antes del documental de Netflix, El fiscal, la presidenta y el espía, sirvieron para llamar la atención, una vez más, a las diferencias que hay entre el Alberto de otros tiempos, que decía que era razonable suponer que a Nisman lo habían asesinado, y su avatar actual, que con convicción parecida dice creer que se suicidó.

Sin necesidad alguna de intervenir, Frederic también se afirmó partidaria de la teoría del suicidio y dictaminó que no valieron nada las pericias que había realizado un equipo de la gendarmería. A menos que Alberto y la ministra cuenten con información reservada que no es de dominio público, hay que atribuir sus opiniones a nada más que la voluntad de quedar bien con Cristina que, por motivos comprensibles, se siente amenazada por el fiscal que murió horas después de denunciarla por colaborar con los iraníes en un intento de encubrir su rol en el atentado terrorista más brutal jamás cometido en la Argentina.

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