lunes, 20 de enero de 2020

Federico Fellini, el cine en sí mismo

A cien años del nacimiento del notable cineasta, que a pesar 
de ser considerado un director de artificios, nunca dejó de ser un cineasta de neorrealismo

Federico Fellini
Por Sigfrid Monleón

En los últimos años de su vida Fellini repetía que el cine estaba al borde del colapso, que iba a acabarse. Que algo estuviera en trance de desaparecer siempre le había parecido una idea embriagadora. Suponía el abandono de todas las certezas, recomenzar desde cero, y eso le hacía sentirse joven. 

Pero ya no le quedaba mucho tiempo para afrontar la pérdida que vaticinaba. Si el cine desaparecía, él también desaparecería. Para Fellini el cine no era algo abstracto, el cine era él mismo, y era su propia vida la que podía estar tocando a su fin.

Cuando se cumplen cien años de su nacimiento, podemos imaginarle apostado en una esquina, que es donde él se paraba a ver cómo cambiaba el mundo. Aunque se le reconozca como un “mago”, un director de artificios, nunca dejó de ser un cineasta del neorrealismo, el cine del que provenía. Un cineasta de la observación. El desfile callejero de vagabundos, ladrones, profetas, asesinos, enamorados, arruinados y suicidas le daba la medida de los cambios que se estaban produciendo. En pantalla, él los convertía en un movimiento de mundo, sin distinguir entre los que miran y los que son mirados, todos reunidos en una imagen en espejo hecha de recuerdos, espectros y ensoñaciones.

La televisión de entonces, dominada en Italia por el imperio audiovisual de Berlusconi, había causado estragos. Fellini la consideraba un “instrumento de sometimiento” y la publicidad, “un cataclismo, como la lava que destruyó Pompeya”. Decía que el ojo había sido “asaltado, enviciado, torturado”, como en el suplicio al que someten a Malcolm McDowell en La naranja mecánica. El público desertaba de las salas de cine y Fellini describía un ambiente de ciencia-ficción, “como si de pronto la Tierra se hubiera despoblado, mientras las máquinas seguían funcionando por fuerza de la inercia”.

Abominaba de ese aparato que, apretándole un botón, permite ver una película tras otra. “Es como si dijeran: Fellini, pero ¿quién te crees? No eres nadie. De hecho, yo te destruyo. Aprieto un botón y ya no existes”. No concebía el cine sin la ceremonia de la sala oscura, sin un espectador capaz de confrontarse con la concentración, la tensión y la espera de la proyección. Podemos imaginarnos qué pensaría de las actuales plataformas digitales… Él gustaba de otras plataformas, las pasarelas donde la gente se coge de la mano, baila y canta.

Sus últimas películas se hicieron más fúnebres. La “progressenza”, la palabra inventada con la que quiso definir los dos polos que imbrica su cine, el progreso y la decadencia, parecía escorarse hacia el segundo de sus términos. El cine ya no era el de antes, la idea del cine de autor había entrado en crisis y Fellini advertía su exclusión del presente. Sus películas de los años 80 son un reflejo de este estado de ánimo, de la soledad del demiurgo y su consternación por el eclipse de sus dotes visionarias. No fueron muy bien recibidas, pero hoy brillan con luz propia. Tienen la emoción de un canto de cisne.

Es corriente pensar que, cuando llega el futuro, el pasado se convierte en un estorbo. Todo el cine de Fellini sostiene la tesis contraria: todos los presentes corren hacia la tumba, ese futuro no salva a nadie, solo los pasados que se preservan nos salvan. Pero la figura principal de su cine no es el recuerdo –no era un nostálgico–, sino el déjà vu, la coexistencia de los tiempos. “Estamos construidos en memoria, somos a la vez la infancia, la adolescencia, la vejez y la madurez”, decía. Lo actual y lo virtual en una misma coexistencia, la vida y el tiempo proliferando espontáneamente en las atracciones de un espectáculo universal. La vida era el espectáculo, no al revés. Un espectáculo compuesto a la vez de geografías íntimas e imágenes psíquicas, ilusiones históricas y sueños populares, huellas arqueológicas y mistificaciones modernas.

En su época de esplendor como icono del cine, Fellini se encerraba en el estudio 5 de Cinecittà y ahí, con unas cuantas páginas de guion, daba rienda suelta a su imaginación. El tiempo corría y los periodistas le preguntaban cuándo iba acabar la película. “Cuando se termine el dinero, la película estará acabada”, les respondía. En la recta final de su carrera sus películas tuvieron dificultades de financiación. “Hacer una película actualmente es como embarcarse en un avión sin saber dónde, cómo y cuándo aterrizará”, explicaba. “Dado que faltan el objeto, la ruta y el fin del viaje, no queda más que contar el viaje por sí mismo”. En su viaje último, en los cristales que el paso del tiempo ha formado de su liberación magmática de imágenes, se le ve sosteniendo su fe en el cine como creación fantasmagórica, su confianza en el imaginario del espectador. El cine como un gesto que nos salva.

(*) Las declaraciones entrecomilladas pertenecen al libro Fellini. Les cuento de mí (ed. Sexto Piso), el compendio de conversaciones que el cineasta mantuvo con el periodista Costanzo Costantini.

© Letras Libres

Tráiler oficial de La Dolce Vita

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