martes, 6 de agosto de 2019

Historia de un comienzo

Por Guillermo Piro
Aunque tengamos la idea de que estuvo allí desde siempre, como todo, tiene su fecha de nacimiento precisa. Es a Charles Perrault a quien debemos la expresión Il était une fois. Perrault la utilizó por primera vez en Los deseos ridículos, un cuento que integraba el volumen Los cuentos de Mamá Oca, aparecido en 1694. El cuento en cuestión comienza diciendo: “Había una vez un pobre leñador”.

Más tarde, Perrault retomó la misma expresión para abrir su Piel de asno (“Había una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo y tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas”).

El mismo Perrault fue consciente de que tenía entre manos una fórmula eficaz e imprecisa –por lo tanto poética– para iniciar con suficiente misterio sus relatos. Por lo general los que inventan algo mueren sin saber el alcance de su hallazgo, pero Perrault vio en vida cómo su pequeño abracadabra se reproducía en otras manos y otras lenguas, pasando de relato en relato como una infección. Dejando de lado las variantes, que obedecen a decisiones de los distintos traductores, el “Había una vez” fue adoptado ipso facto por Marie-Catherine d’Aulnoy, los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen, es decir la delantera de la selección de los mejores recopiladores de los relatos infantiles transmitidos oralmente.

Pero es con la llegada de Carlo Collodi y sus Aventuras de Pinocho que el “Había una vez” cobra nueva vida –lo que es un modo de decir que empieza a morir.

Pinocho tiene al menos dos hallazgos: el primero es la nariz retráctil-eréctil, y el segundo es la segunda frase: “Había una vez… ¡Un rey…!, dirán mis pequeños lectores. No…, había una vez un pedazo de madera”. No existe un comienzo más provocador. El “Había una vez” es el camino obligado, el cartel señalizador, la orden que pone en movimiento la rueda de la fábula, pero en este caso el camino es engañoso, el cartel miente, la orden no pone nada en movimiento, la rueda se queda quieta. Es difícil evaluar la importancia de este fraude inicial: con este juego de manos, el autor le da acceso al mundo de la fábula, pero inmediatamente después nos hace notar que se trata de “otra” fábula, dramáticamente incompatible con la ya conocida.

Luego hace su aparición Clarice Lispector. Ella soñaba con escribir un buen día un cuento que empezara diciendo “Había una vez”, pero que no sería un cuento para chicos, sino para adultos. Recordó entonces sus primeros cuentos, los que escribía a la edad de siete años, todos iniciados con “Había una vez”. Los mandaba a un diario de Recife, que los jueves publicaba una página infantil. Pero nunca un cuento de esos había sido publicado. Era fácil ver por qué: ninguno contaba un cuento con los hechos necesarios de un cuento. Ella leía lo que se publicaba de otros niños, y todos ellos relataban un acontecimiento. Pero ella, desde entonces, había cambiado mucho. Tal vez ahora sí estaba preparada para su “Había una vez”. Parecía sencillo. Pero al escribir la primera frase vio de inmediato que seguía resultándole imposible. Había escrito: “Había una vez un pájaro, Dios mío”.

Por último Spencer Holst, quien con los relatos recopilados en El idioma de los gatos (La Tercera Editora acaba de publicarlo) de algún modo decreta la eutanasia de la fórmula escribiendo muchos “Había una vez”, que para quienes son competentes en materia de fábulas y en sus reglas resultan la provocación llevada al grado de catástrofe.

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