domingo, 14 de julio de 2019

Falsa democracia y algoritmos

Líderes. Trump y Bolsonaro son dos adalides en el manejo de trolls y geeks en sus campañas.
Por Sergio Sinay (*)

En 1895 se publicó por primera vez La máquina del tiempo, de Herbert George Wells (1866-1946), quien, conocido como H.G.Wells, es considerado el padre de la literatura de ciencia-ficción, junto con Julio Verne. Un militar inglés destacado en Bangalore, India, devoró aquella novela en unas pocas y tórridas siestas. Ese militar era Winston Churchill, que, en 1901, cuando se conocieron personalmente, iniciaría una larga y sólida amistad con Wells.

Un año más tarde, en 1902, Churchill escribía lo siguiente en una carta a su amigo: “Nada sería más fatal para los gobiernos de los países que caer en manos de expertos. El conocimiento experto es conocimiento limitado, y la ignorancia ilimitada del hombre común, que sabe dónde le duele, es una guía más segura que cualquier dirección rigurosa de un hombre especializado”.

Contra esta prevención, las campañas electorales en el mundo contemporáneo parecen quedar en manos de especialistas con mucho conocimiento en materia de marketing, redes sociales y nuevas tecnologías y amplia ignorancia en todos los demás temas concernientes al acontecer humano. Evgeny Morozov, investigador y ensayista bielorruso que estudia las relaciones entre tecnologías y política, pregunta en su libro La locura del solucionismo tecnológico: “¿Sería demasiado pedir que nuestros geeks (fanáticos de la tecnología y la informática) sepan algo de historia?”.

La irreversible mediocridad de los candidatos que ofrece el menú electoral, sumada a su indigencia intelectual y filosófica y a su relativismo moral explica en buena medida que se opte por dejar la campaña en manos de geeks y de trolls, esos mercenarios digitales que infectan las redes con noticias falsas, videos trucados y rumores tóxicos a favor o en contra de unos y otros candidatos, según quien sea su contratante.

Donald Trump y Jair Bolsonaro son hoy los adalides de este fenómeno altamente peligroso para la democracia, que, a medida que avanza la campaña, vemos replicado en la Argentina. Si se añade la moda de usar internet como recolectora de firmas para peticiones que van desde temas que podrían ser plausibles hasta otros que solo se vinculan con el interés o el disconformismo personal de quien inicia el plebiscito, se obtiene como resultado lo que Morozov llama “democracia líquida”. Una suerte de populismo tecnológico que pretende imponer “derechos”, transformar situaciones o instalar nuevos escenarios por el simple peso del número. Por esa vía, peticionar a las autoridades, escrachar a una persona o imponer un deseo personal pueden tener la misma relevancia, según la cantidad de firmas recogidas.

La “democracia líquida” se manifiesta por dos vías. Por un lado, trucos informáticos e invasión de los celulares (en un claro atentado contra la privacidad) con mensajes de WhatsApp, tuits o correos electrónicos proselitistas que son abusivos tanto por su cantidad y su repetición como por sus contenidos. Por otro lado, una plaga de plebiscitos caprichosos. Basta con firmar uno para quedar atrapado para siempre en la red de peticiones variopintas.

Esto sucede cuando la política como arte de articular la diversidad y atender el bien común pierde su norte en manos espurias (oficialistas u opositoras) y cuando los partidos se debilitan o desaparecen. Porque, como recuerda Morozov, estos tienen, aun con sus defectos, un papel esencial. “Hacen la vida política más razonable y creativa, regulan la rivalidad y median en las deliberaciones utilizando su influencia en los asuntos más importantes del día”. Ajenos a esto, candidatos sin visiones convocantes se dedican a cavar grietas a cada paso para disimular su carencia de ideas y programas, mientras sus asesores “especializados” les aconsejan adaptar la política a internet, cuando debería ser al revés. Ciudadanos enfrascados en sí mismos y desconectados de la totalidad de la que son parte contribuyen a agravar la situación. Aun así, Morozov confía en que el fanatismo geek no puede impedir el pensamiento y la deliberación. Los algoritmos no votan pero, hasta aquí, su uso en política empobrece a la democracia e intoxica a los ciudadanos.

(*) Periodista y escritor

© Perfil.com

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