domingo, 7 de julio de 2019

Alcohólicos unidos de Estados Unidos

Por Guillermo Piro
Lista parcial de escritores estadounidenses alcohólicos: Sonclair Lewis, Eugene O’Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway, John Steinbeck (todos Premio Nobel), Edward Arlington Robinson, Jack London, Edna St. Vincent Millay, Francis Scott Fitzgerald, Hart Crane, Conrad Aiken, Thomas Wolfe, Dashiell Hammett, Dorothy Parker, Ring Lardner, Djuna Barnes, John O’Hara, James Gould Cozzens, Tennessee Williams, John Beryman, Carson McCullers, James Jones, John Cheever, Jean Stafford, Truman Capote, Raymond Carver, Robert Lowell, James Agee, Charles Bukowski...

Viaje a Echo Spring es el título de un libro de la británica Olivia Laing publicado en España por Atico de Libros en 2016. El subtítulo (Por qué beben los escritores) es demasiado explicativo y pretencioso comparado con el discreto On writers and drinking de la edición original, de 2013. Laing cuenta historias de escritores con problemas con el alcohol, y relata lo que tenían que decir sobre ese “problema”. El título hace referencia a La gata sobre el tejado de zinc caliente, la obra de Tennessee Williams. En ella, Brick, el borracho, llama Echo Spring al armario donde conserva el bourbon de Kentucky de esa marca. “Simbólicamente –explica Laing– se refiere a algo muy distinto: tal vez a la conquista del silencio o a la cancelación de los pensamientos inquietantes que se consigue –al menos temporariamente– después de la ingesta de una suficiente cantidad de alcohol”. Laing atraviesa Estados Unidos tras las huellas de los escritores de los que habla, mientras compila al mismo tiempo la que tal vez sea la más completa antología sobre lo que se puede decir al respecto, compuesta por citas de novelas, artículos aparecidos en revistas y ensayos científicos.

Memorias alcohólicas, de Jack London, es una novela autobiográfica y allí declara (y uno no tiene por qué no creerle) que su primera borrachera la tuvo a los cinco años, con cerveza tibia. No le gustaba el alcohol, pero lo tomaba por el efecto, por aquello que los estadounidenses llaman “la patada”.

En la novela de Hemingway A través del río y entre los árboles, el coronel Cantwell arranca con tres Martinis dobles antes de salir del Hotel Gritti. Estamos en Venecia. Luego acude a la cita con Renata en el Harry’s Bar, y se manda tres Montgomery. Después la cena: una botella de Capri Bianco, dos de Valpolicella. Más tarde una botella de champagne, un Louis Roederer Brut del 42. Después otra botella de champagne, esta vez un Perrier-Jouet. Luego otra botella de Valpolicella, para conciliar el sueño.

¿Por qué tomaban tanto? Porque eran hijos de alcohólicos es la primera respuesta. La segunda es: porque el alcohol había adquirido un atractivo perverso y prohibido en los años de la ley seca. Pero hay más. Porque, como escribe Faulkner, “la civilización comienza con la destilación”. Y porque creían en la romántica asociación de alcohol e inspiración: Good writers are drinking writers. Esta afirmación de Faulkner, naturalmente, no es cierta: más bebían, peor escribían. O dicho de otro modo: ellos mismos –o sus editores– corregían sobrios. También porque estaban persuadidos de que podían dominar al alcohol, que podían dejarlo con solo desearlo. ¿Por qué tomaban tanto?

En ¿Por quién doblan las campanas?, Anselmo dice al protagonista: “El whisky mata a ese monstruo que te devora por dentro”. Nadie, ni siquiera Olivia Laing, hasta hoy pudo responder acerca de la naturaleza de esos monstruos.

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