sábado, 11 de mayo de 2019

Mauricio Macri intenta barajar y dar de nuevo

Por James Neilson
Ya no sirven los viejos mapas que, durante más de un siglo, parecían hacer más comprensibles las luchas políticas. Incluso en la Argentina, donde, merced al eclecticismo no sólo peronista sino también radical, nunca tuvo mucho sentido hablar de “izquierda” y “derecha” o, si se prefiere, “progresista” y “conservador”, las líneas divisorias actuales son muy distintas de las de apenas un par de décadas atrás.

La irrupción de Pro, que nació como un movimiento vecinal, si bien en su caso el vecindario era una de las ciudades principales del mundo, para entonces erigirse en el núcleo de una coalición amplia, por un tiempo modificó un panorama dominado por variantes del populismo, pero puede que se haya tratado de una ilusión fugaz.

La aparente cohesión inicial de Cambiemos se debió a nada más que la creencia de que Mauricio Macri podría triunfar en las elecciones de 2015 y ser reelegido cuatro años más tarde, o sea, al caudillismo. De no haber sido por la imagen de ganador en potencia del ingeniero, ni los radicales ni Elisa Carrió lo hubieran respaldado. Así las cosas, el que en los meses últimos hayan surgido razones para suponer que podría caer derrotado en octubre o noviembre hace lógico que quienes nunca lo han querido estén procurando desplazarlo y que hasta sus simpatizantes estén pensando en cómo sobrevivir a un eventual batacazo opositor. Después de todo, a pocos les gustaría resignarse a pasar años en el llano.

Un tanto tardíamente, Macri se dio cuenta de que la base de sustentación que se había construido en torno a su figura apenas cuatro años antes era demasiado precaria como para permitirle mantenerse a flote por mucho tiempo más en medio de una tormenta económica de proporciones temibles que amenaza no sólo a su gestión sino también al país en su conjunto, de ahí el intento de conseguir que políticos opositores se comprometan a respetar ciertos principios que a su entender, y a aquel de “los mercados”, son fundamentales. Reza para que el espectáculo de una clase dirigente unida en defensa de su programa de reformas impresione tanto a los agentes económicos que dejen que el país disfrute de algunos meses de estabilidad.

Sin embargo, al reaccionar con escepticismo ante la oferta casi todos los peronistas de Alternativa Federal, Macri optó por invitar a otros, muchos otros, a participar del diálogo que tenía en mente. Fue un buen modo de inutilizarlo. Aunque sería muy lindo que Cristina, los Moyano, los obispos católicos y pastores evangélicos, los empresarios grandes y chicos y los demás se transformaran en fanáticos sinceros del equilibrio fiscal, una gran reducción de la presión tributaria, reformas de la legislación laboral, la necesidad de pagar deudas y así largamente por el estilo, la posibilidad de que lo hagan es nula. A lo sumo, algunos jurarían estar a favor de algunas cosas pero contrarios a otras. Por desgracia, ni siquiera el riesgo de que la Argentina terminara como Venezuela haría funcionar un gran acuerdo nacional del tipo previsto por Macri con su plan de diez puntos.

Por fortuna, la Argentina no es Venezuela, un país que depende casi por completo de un solo producto, el petróleo, donde Hugo Chávez y su “hijo” Nicolás Maduro apostaron a que, combinado con el fervor bolivariano, el oro negro los liberaría de la molesta realidad económica. Con todo, aunque en comparación con Venezuela, la Argentina posee muchas ventajas, entre ellas una economía más diversificada, ello no quiere decir que no podría sufrir un destino similar, una eventualidad que claramente no preocupa a los muchos que apoyan al esperpéntico pero letal régimen militar encabezado formalmente por Maduro porque lo creen “izquierdista”, lo que en su opinión es mucho más importante que el hecho de que ha reducido a la miseria a millones de familias. Hasta ahora, la desgarradora tragedia que está destruyendo un “país hermano” no ha incidido mucho en la política argentina, pero puede que los conflictos entre los chavistas locales y los cada vez más refugiados venezolanos que están en Buenos Aires sirvan para advertir a una franja de la clientela kirchnerista de lo suicida que sería emprender un rumbo parecido.

En todos los países hay consensos, pero son más culturales que políticos en el sentido habitual de la palabra, mientras que en democracia, las grietas, antinomias y polarizaciones son naturales. En la Argentina actual, se enfrentan los conscientes de que el orden tradicional ha fracasado de manera calamitosa con los resueltos a defenderlo por los medios que fueran. Para Macri y quienes, en términos generales, comparten su punto de vista, la clase política se divide entre “racionales” y “delirantes”. Creen que los primeros, ellos mismos, conforman un bloque que, si las distintas facciones cerraran filas, sería capaz de excluir del poder a los segundos: Cristina y su tropa, matones sindicales y una multitud de guerreros callejeros que fantasean con revoluciones sanguinarias.

Pues bien: la frontera entre la coalición Cambiemos y el peronismo no kirchnerista dejó hace tiempo de reflejar lo que podría llamarse la realidad ideológica. Hombres como Miguel Ángel Pichetto y Juan Manuel Urtubey tienen mucho más en común con Macri que radicales como Federico Storani y Ricardo Alfonsín, veteranos del ala supuestamente más solidaria, de la UCR que ayudó a hundir al gobierno de su presunto correligionario Fernando de la Rúa y que hoy en día quisiera hacer lo mismo con el de Macri.

Aunque en todos los casos, las posturas asumidas por los políticos profesionales se ven afectadas por lealtades partidarias y ambiciones personales, la conciencia de que la Argentina corre peligro de sufrir una auténtica catástrofe a menos que la clase política nacional consiga convencer al mundo de que antepone los intereses del país a los de quienes la integran, está obligando a los más pragmáticos a modificar su forma de actuar. Saben que tratar de aprovechar electoralmente la debilidad política de Macri, como harían en circunstancias menos alarmantes, podría tener consecuencias ingratas no sólo para él sino también para el país y, tal vez, para ellos mismos, de ahí la voluntad de privilegiar por un rato “la gobernabilidad”. Huelga decir que instintivamente discrepan con tal actitud Sergio Massa y Roberto Lavagna, aquel porque no quiere dejar pasar una nueva oportunidad para diferenciarse de Macri y este porque espera figurar como el dueño natural de un eventual consenso socioeconómico, pero parecería que entienden que sería de su interés aseverarse a favor del “diálogo”.

Huelga decir que están en lo cierto quienes acusan a Macri de pensar en los beneficios electorales que podría significarle un pacto destinado a tranquilizar a los mercados, pero puesto que su objetivo principal consiste en aislar a los kirchneristas y sus aliados igualmente retrógrados y combativos, el fracaso evidente de la iniciativa perjudicaría no sólo al Presidente.

Mal que les pese a Massa, Lavagna, Pichetto, Urtubey y otros que se creen capaces de poner fin a la larguísima crisis que ha depauperado el país y que dista de haber culminado, a juzgar por las encuestas, por ahora sus propias posibilidades de mudarse a la Casa Rosada antes de la próxima Navidad son escasas, de suerte que les convendría posicionarse frente a las elecciones de 2023. ¿Les sería mejor ser recordados como partícipes protagónicos de un gran desastre económico, social y, por supuesto, político, que como dirigentes responsables que, a costa de sus aspiraciones inmediatas, supieron colaborar para que el país lograra mantenerse de pie en una etapa convulsiva?

Como muchos han señalado, las acciones de Cristina bajan toda vez que abre la boca y suben cuando guarda silencio por varias semanas. Pronto sabremos si sólo fuera cuestión de un fenómeno coyuntural o una regla permanente. De todas formas, aunque los “políticos de raza” saben que a menudo es mejor no definirse, se trata de un privilegio que está negado a los miembros del Gobierno que no tienen más opción que esforzarse por reivindicar las medidas que toman y dar explicaciones cuando son decepcionantes los resultados.

¿Ayudará la convocatoria a un “diálogo” formulada por Macri a obligar a los peronistas federales, a los radicales disidentes, a Lavagna e incluso a los kirchneristas a decirnos qué exactamente harían para impedir que la crisis económica desemboque en un colapso sistémico que a buen seguro tendría consecuencias devastadoras para el país? Por motivos comprensibles, han sido reacios a entrar en detalles, ya que para ellos es mucho más fácil, y electoralmente más beneficioso, hablar pestes del “ajuste neoliberal” y la brutalidad de un “gobierno de los ricos”, de lo que sería insistir en que a menos que quienes están en el poder lleven a cabo muchas reformas desagradables el futuro de casi todos será muy sombrío, pero si se animaran a decir con franqueza lo que realmente piensan, y es de suponer que algunos toman en serio los desafíos frente al país, el gobierno de Macri sería fortalecido porque su debilidad reciente se debe en parte a la noción de que uno menos inepto se las hubiera arreglado para que el país ya creciera a ritmo vertiginoso. En efecto, muchos críticos de la gestión oficial parecen haberse convencido de que, por alguna razón esotérica, Macri se opone a la expansión económica.

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