sábado, 5 de enero de 2019

La luna

Por Manuel Vicent
Los hombres mueren y no son felices, exclama el Calígula de Albert Camus. Es evidente que el tiempo es un aliado natural de la muerte y en este combate contra el destino el resultado ya está de antemano escrito, pero la felicidad puede concedérsela uno a sí mismo si no pide más de lo necesario. Calígula solo era un inmaduro. Pedía la luna. Pero la luna dejó un día de ser una metáfora de lo inalcanzable y su conquista no ha añadido a los mortales ni un gramo más de felicidad.

La luna de Calígula está aquí en la tierra donde cualquiera que remonte el río de la memoria hallará un aroma, el tacto en otra piel, un sabor en el paladar, el sonido de una música evanescente o una imagen velada en el espejo del pasado cuyo recuerdo le nublará el cerebro y le hará saltar las lágrimas de placer.

Un instante de esta felicidad da sentido a toda una vida y en esas sensaciones hay que apoyar la palanca para sobrevivir. No seré yo quien se atreva a imponer a nadie una receta para ser feliz. Prohibido volver la vista atrás y hacer balances. Pero a la hora de alcanzar la luna de Calígula en mi caso este año han sido suficientes dos o tres buenas películas, dos exposiciones de pintura, algunas sobremesas agradables con amigos, tres o cuatro libros, el mar gratuito, un jazz escogido para el crepúsculo, una radiografía y una analítica favorables como un viaje a ninguna parte en busca de dioses derribados en los intestinos.

Considero que si estos fueran frutos agrarios no sería una mala cosecha. La felicidad consiste sobre todo en que el cuerpo guarde silencio por dentro. ¿Qué te duele? Nada. ¿Qué esperas? Que suene el teléfono con una noticia agradable que te permita en medio de la basura tirar de la vida hacia una primavera inexorable hasta la sandía abierta del verano. Después nada, salvo un verso de Hörderlin, como si fuera siempre un día de fiesta.

© El País (España)

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