lunes, 10 de diciembre de 2018

Rezo laico por una república democrática y pluralista


Por Hernán Rossi (*)

Raúl Alfonsín es el símbolo de varias generaciones, aun cuando muchas y muchos lo hayan ignorado hasta hace poco y recién lo están descubriendo. Para los que nacimos en los años 70 y éramos pibes en 1983, su figura marcó sin duda alguna nuestras vidas. Para los militantes en general, para los del radicalismo en particular, pero también para mujeres y hombres sin actividad política cotidiana la figura de Alfonsín se agiganta cada año que transcurre.

No se trata de la pasión de los argentinos por reconocer a nuestros grandes hombres y nuestras grandes mujeres recién después de muertos. Se trata de la necesaria perspectiva histórica que debemos ponerle al mirar hacia atrás, pero no tan atrás, al pasado más o menos cercano, y la imposibilidad de dejar de hacer comparaciones con lo que nos pasa hoy. Ahí es donde la figura de Raúl Alfonsín crece.

Quienes hoy, pisando los 50 años nos angustiamos por un presente nacional que no es el que nos imaginamos a los 20 o a los 30, nos enamoramos cada vez más de aquel argentino de Chascomús que nos mostró el camino para construir otra sociedad con muchas palabras –Alfonsín fue un hombre de palabras–, pero también con hechos muy concretos, muchos de ellos olvidados, que jalonaron la causa de su vida: la construcción de una República Democrática Pluralista. Nunca más esas tres palabras convivieron armoniosamente en el pensamiento y en la acción como con Raúl.

El ex presidente fue el último que convocó genuinamente a todos con aquel rezo laico de la campaña del 83. Lo recuerdo a mis 10 años: TV en blanco y negro en mi casa y mis viejos, más peronistas que radicales, extrañados, seducidos, convocados, por esa figura que entraba con fuerza en los hogares argentinos de la mano del publicista y correligionario –eran tiempos en que los publicistas venían con la camiseta puesta– David Ratto. Finalmente mi mamá, como la mayoría de las mujeres argentinas votó por él. Mi viejo en cambio se inclinó por Luder, como la mayoría de los hombres argentinos, aunque estoy convencido de que no le disgustó el triunfo radical.

Lo vuelvo a recordar en Semana Santa de 1987, más grande que nunca. El hombre que había desafiado a los “milicos” diciéndoles que esta vez no habría olvido, aunque tampoco odio, sino verdad y justicia, se enfrentaba a una corporación militar que se sentía todavía fuerte y que amenazaba la democracia alzándose en armas. Porque aquello de Rico, si no fue un golpe, fue un ensayo para el golpe. Pero ahí estaba Raúl, rodeado por la renovación peronista que él había alentado, por un puñado de ministros valientes, por miles de militantes en las calles dispuestos a todo, a los que él supo contener y cuidar: fue solo a Campo de Mayo a negociar. ¡Sí! a negociar, que no hay nada malo en ello cuando lo que se juega es sencillamente todo. A mí me pareció entonces significativo que en su discurso al pueblo se haya referido a los sediciosos como “héroes de Malvinas”. Un Alfonsín en su máxima dimensión.

Lo vuelvo a ver un par de años después, entregando la banda presidencial a Menem. Era tan grande que si algo siempre tuvo en claro era el poder simbólico de ese gesto. Muchos años después otro traspaso de mando no pudo hacerse con ese brillo republicano pues la grieta ya nos había ganado la partida. Pero a Alfonsín no iba a ocurrirle, él sabía que una sola acción tenía el poder de consolidar la democracia débil que aún teníamos. Difícil saber si fueron días felices o tristes para él. Cumplía el objetivo de su vida, pero un peronismo todavía demasiado salvaje quiso verlo irse escupiendo sangre. No pudo, era demasiado grande Raúl. Negoció su salida anticipada, entregó los atributos del mando y se fue a Chascomús. Tras un prudente y republicano silencio volvió a los caminos, a recorrer la Argentina, a reagrupar a su partido.

Y empezó a hablarnos de la democracia social que debíamos construir porque estaba “renga”, había república pero faltaba igualdad. Hay que entender el contexto: era la resistencia frente al neoliberalismo que ganaba adeptos en la sociedad con el voto cuota y la convertibilidad.

También veo al Raúl Alfonsín del Pacto de Olivos. Yo milité en contra del pacto. No supe entenderlo entonces. Tras las elecciones donde el partido pagó el precio electoral quedando tercero estuve muy enojado con Raúl. Yo –ahora me doy cuenta–miraba chiquito, él como siempre pensaba en grande: no solo había evitado una paliza en un plebiscito para reformar la Constitución y obtener la reelección que de todas maneras Menem iba a ganar, también evitó una reforma que al calor neoconservador pudo ser trágica. Negoció el Núcleo de Coincidencias Básicas incorporando muchas de las ideas que él mismo había ayudado a desarrollar junto a los intelectuales del Consejo para la Consolidación de la Democracia, durante su presidencia.

Su prédica se extendió, el modelo neoliberal comenzó a crujir y llegó la hora de construir la alternativa. Vuelvo a verlo, generoso, ofreciendo la candidatura a presidente a Fernando de la Rúa para garantizar equilibrios y resultados. Era su turno para volver. Raúl mereció una segunda presidencia. Error histórico de quienes tuvieron en sus manos el poder de impulsarlo.

Acompañó a ese gobierno hasta el final, digan lo que digan los que gustan de teorías conspirativas. Alfonsín era un hombre de partido, leal hasta los talones. En ese momento yo estaba en la conducción nacional de la Franja y ya nos habíamos distanciado totalmente del gobierno nacional, cuya política educativa tenía el signo del ajuste. Raúl, que era presidente del Comité Nacional nos contenía, aunque estaba claro su disgusto con el presidente De la Rúa. Recuerdo particularmente una reunión a la que asistí con Manuel Terradez, que conducía la Federación Universitaria Argentina. Alfonsín nos amonestó severamente por nuestra prédica antigobierno. Nos quedamos callados, quizás un tanto dolidos. Sin embargo, era la máxima referencia de nuestro partido que ponía la cara, nos retaba, pero al hacerlo nos contenía, pese a sus enormes diferencias con el elenco gubernamental de entonces.

Lo veo en 2002 sufriendo un escrache a metros de su casa de siempre. Gigante frente a tanto desatino, poniéndole el pecho a la ingratitud de su pueblo como un padre a su hijo descarriado, consciente de la profundidad del “que se vayan todos”.

Lo veo pensando junto a Eduardo Duhalde cómo salir del desastre y evitar lo peor. De nuevo, generoso, con talante de estadista, conduciendo a su rebaño y mirando hacia adelante. Le dejó a aquel gobierno “parlamentario” dos ministros y algún secretario de Estado. Gobierno al que nunca le faltaron en el Congreso los votos radicales para desandar el incendio en aquellos días aciagos. Tengo la certeza de que la elección de Roberto Lavagna, funcionario en su presidencia, como bombero principal de aquella crisis no fue ajena a su imaginación y su talento.

Vuelvo a verlo a Raúl, el hombre que construía con símbolos, aceptando un homenaje, ya enfermo y no sin dolor físico, en la Casa Rosada. Sus anfitriones: el matrimonio presidencial Kirchner. Sospecho que a Raúl no se le escapaba que podía estar siendo objeto de aprovechamiento político. Su figura ya hacía tiempo que venía recuperando prestigio. Pero creyó necesario aceptar ese convite. Hoy lo pienso y no puedo dejar de golpearme la cabeza con la mano: Alfonsín ya estaba viendo la grieta como un mal que amenazaba la convivencia democrática y fue allí con lo que le quedaban de fuerzas una vez más a salvarnos. Enorme.

Pudo claro, dejarnos algo más. Una lección tremenda. A los que lo homenajeaban en vida, justo a él que detestaba homenajes, les dijo en la cara y de paso nos hablaba a varias generaciones de argentinos: “Sigan ideas, no sigan hombres”. No sé si sus anfitriones lo comprendieron. Raúl Alfonsín, el símbolo.

(*) El autor es presidente del Instituto Moisés Lebensohn de la Unión Cívica Radical. Fue legislador porteño.

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