domingo, 16 de diciembre de 2018

La rebelión de los olvidados

Por James Neilson (*)
Francia, cuna de, entre otras cosas, muchas de ellas magníficas, la Revolución emblemática, el terror jacobino, el mejor y más sanguinario himno nacional, las guerras napoleónicas y, en clave menos beligerante, las revueltas estudiantiles del mayo de 1968 cuyas repercusiones aún siguen retumbando en muchas latitudes, acaba de dar a luz a un nuevo fenómeno político que preocupa no sólo a sus propios gobernantes sino también a los de otros países que temen que el mundo esté por entrar en una etapa convulsiva.

Se trata de la rebelión de los perjudicados por lo que está sucediendo en sociedades que, según las estadísticas, están haciéndose cada vez más ricas pero que así y todo permiten que millones de personas de clase media se deslicen hacia la pobreza. Sin que ningún funcionario del gobierno del presidente Emmanuel Macron lo hubiera previsto, de un día para otro los exasperados por un nuevo impuesto ecológico hicieron de los chalecos fluorescentes que los automovilistas galos se ven obligados a tener a mano un uniforme para entonces ponerse a bloquear caminos a lo ancho y lo largo del hexágono y, frustrados por la falta de resultados, a protagonizar disturbios muy violentos en París y otras ciudades con la participación entusiasta de derechistas que militan en las filas de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, izquierdistas de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, anarquistas y lumpen. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2017, Le Pen y Mélenchon sumaron el 40 por ciento de los votos contra el 24 del eventual ganador.

El grito de batalla de los chalecos amarillos es “Macron dimisión”. Por ser cuestión de un movimiento sin líderes formales ni organización que se articuló a través de las redes sociales, sus reclamos son rudimentarios. Quieren que el suyo sea un país más próspero y más igualitario en que los ciudadanos honestos, los de la “Francia profunda” que se sienten desdeñados por las elites metropolitanas, puedan llegar a fin de mes sin demasiados problemas.

¿Es mucho pedir? Por desgracia, sí lo es. Macron, como sus homólogos en el resto del mundo, tiene que intentar equilibrar la productividad de la economía con la armonía social. Si subordina todo a un solo objetivo, se encontrará ante una situación inmanejable. Al iniciar su gestión, Macron privilegió la macroeconomía y temas como “la lucha contra el cambio climático”, de ahí el impuesto sobre el diésel que tanto enfureció a los chalecos amarillos. Puede que a partir de ahora privilegie la solidaridad social, pero al hacerlo correría el riesgo de agravar todavía más las tensiones en la zona del euro.

Hace apenas un año y medio, cuando Macron, un ex banquero joven, buen mozo que, para extrañeza de muchos se proponía gobernar como el dios romano “Júpiter”, ubicándose por encima de los meros mortales, derrotó a Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, los asustados por la perspectiva de tener en el Palacio del Eliseo a una “ultraderechista” islamófoba festejaron con júbilo, y mucho alivio, el resultado que, dijeron, había salvado la democracia europea del populismo que la amenazaba. Tanto triunfalismo fue prematuro; poco después Italia se vería dominada por Matteo Salvini, un nacionalista de ideas y actitudes parecidas a las de Le Pen, que haría de Macron su enemigo principal.

Por un par de meses, el grueso de los franceses compartió el optimismo exuberante de la progresía internacional; para asegurarse apoyo legislativo, Macron formó un nuevo partido, La República en Marcha”, que pronto conseguiría una amplia mayoría de los escaños en la Asamblea Nacional, pero la magia duró poco. En un lapso muy breve, su índice de popularidad se precipitó desde las alturas que había alcanzado hasta llegar a su nivel actual, de aproximadamente el 25 por ciento, quizás menos. De descender mucho más, podría tener que renunciar, lo que sería traumático para él, para Francia y para la Unión Europea en su conjunto.

A ojos de los chalecos amarillos y sus muchos simpatizantes que, según las encuestas, incluyen a tres franceses de cada cuatro, Macron es el “presidente de los ricos”. No les caen del todo bien sus pretensiones jupiterianas. Tampoco les gusta para nada la vanidad que es uno de sus rasgos más llamativos; se informa que en los primeros meses de su gestión, con su esposa gastó 26.000 euros de dinero público en maquillaje. Lo acusan de insensibilidad, de ser un tecnócrata nato, un elitista que desprecia al hombre común por creerlo un vago ignorante que no vale respeto alguno.

Puede que quienes piensan así exageren, que detrás del maquillaje y toda la pompa oficial que lo rodea haya una persona bien intencionada que quiere mucho a los humildes. Por lo demás, uno podría argüir que, siempre y cuando se desempeñe con eficiencia, la eventual sensibilidad del jefe del gobierno es lo de menos, pero, como saben Vladimir Putin y Xi Jinping, hasta en las sociedades más autocráticas la imagen popular del mandatario es de suma importancia.

De todos modos, el de los chalecos amarillos pronto dejó de ser un movimiento exclusivamente francés. Para alarma de las autoridades en los países vecinos, pequeños grupos de émulos aparecieron en las calles de Bruselas, Rotterdam y Berlín. Es que en el mundo desarrollado se cuentan por muchos millones los que, sin ser “pobres estructurales”, han visto disminuir año tras año su poder adquisitivo y enfrentan el futuro con pesimismo. No ayudan a tranquilizarlos las advertencias que se oyen a diario acerca de la eliminación inminente de franjas cada vez mayores de empleos aptos para la gente normal que se verán devorados por la automatización. Saben que no les será dado reciclarse para aprovechar las oportunidades que, nos aseguran, se harán disponibles merced a la proliferación de máquinas “inteligentes” que se encargarán del trabajo rutinario.

He aquí el talón de Aquiles no tanto del modelo “neoliberal”, como algunos dicen, cuanto del progreso impulsado por la tecnología que afectará a todos los sistemas económicos concebibles, sin discriminar entre los socialistas y capitalistas, los avanzados y los penosamente atrasados. Los chalecos amarillos sienten que no habrá un lugar aceptable para ellos en el mundo feliz y, tal vez, fabulosamente rico, que está en vías de construirse, pero se niegan a resignarse al destino así supuesto.

Luego del susto que le propinó la transformación del centro de París en un campo de batalla, Macron procuró apaciguarlos pidiendo perdón por ciertas declaraciones hirientes que había pronunciado sobre las presuntas deficiencias de sus compatriotas y repartiendo algunos euros entre los necesitados al aumentar en un centenar de euros el salario mínimo. Es probable que tales esfuerzos por convencer a quienes dicen odiarlo le resulten contraproducentes al brindar la impresión de que “Júpiter”, intimidado por la ira popular, está batiéndose en retirada. Los tiburones entre sus enemigos huelen sangre.

Para más señas, aunque las concesiones parecen menores y, de todas formas, algunas ya estaban programadas para entrar en vigor en los meses próximos, harán aún más difícil la reestructuración drástica de la economía francesa que Macron se ha propuesto para que sea más competitiva, sin violar las reglas fiscales europeas de las que ha sido un defensor ferviente. Como Margaret Thatcher a comienzos de los años ochenta del siglo pasado, cuando la economía del Reino Unido caía cuesta abajo a una velocidad creciente, Macron está convencido de que, a menos que aplique una serie de reformas liberales que los sindicatos tratarían de frustrar, Francia podría sufrir una debacle humillante que sería catastrófica para virtualmente todos, pero a diferencia de la “dama de hierro” no cuenta con el apoyo firme de una proporción sustancial de sus compatriotas.

Si bien los chalecos amarillos y los muchos que los apoyan tienen motivos de sobra para protestar contra lo sucedido en su país en los años últimos, no les servirá para mucho insistir en que sus desgracias se deben a nada más que las características más antipáticas del presidente de turno, ya que en su momento François Hollande, el antecesor de Macron, fue blanco de diatribas parecidas. Como los partidarios británicos del Brexit y los admiradores de Donald Trump –el que a buen seguro está frotándose las manos de alegría al ver en tantos apuros al francés que se había animado a desafiarlo hablando de la creación de un ejército europeo para hacer frente al insoportable poderío norteamericano y amonestándole por negarse a luchar contra el cambio climático con impuestos ecológicos–, lo que en el fondo quieren los rebeldes es salir de un orden socioeconómico que no les ofrece nada más que una versión más sombría y más gris de la actualidad. Todos aspiran a una vida más holgada, pero aun cuando como un gobierno, como el de Trump, pueda arreglárselas para que disfruten de cierto alivio, no hay ninguna garantía de que sea sostenible en el tiempo.

De tener razón los escépticos, aquellos gobiernos que son incapaces de impedir que el gasto social siga aumentando están preparando el terreno para que tarde o temprano estalle una nueva crisis económica que será tan destructiva, o peor, que la de 2008. Es lo que creía Macron, pero luego de ceder frente a los chalecos amarillos, el mandatario francés no puede sino rezar para que, en esta oportunidad por lo menos, tuvieran razón sus adversarios intelectuales. 

(*) Periodista y analista político,  exdirector de “The Buenos Aires Herald”.

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