miércoles, 21 de noviembre de 2018

Todo pasa y nada queda

Por Carmen Posadas
Vivimos en un mundo de mentiras. Vaya novedad, dirán ustedes, la verdad siempre ha sido un bien escaso, aunque dicho esto, y según los casos, tampoco es tan malo que lo sea. Yo no creo en la verdad como virtud inapelable. A veces faltar a ella es el mal menor, otras resulta inevitable, y con más frecuencia de la que parece es un acto de generosidad o de compasión. 

¿Se imaginan que todo bicho viviente fuera por ahí diciendo lo que piensa? El mundo se convertiría en un lugar insufrible. La mentira cumple una función en la sociedad y probablemente ni siquiera existiría la civilización sin ella.

Sin embargo, no es de las ventajas de la mentira de lo que quiero hablarles, sino de una curiosa paradoja relacionada con ella. Nunca antes en la historia ha habido tanta posibilidad de averiguar la verdad. Todo está en Internet si uno sabe dónde buscar, de modo que los farsantes que antes se dedicaban a ‘fabricar’ su pasado están ahora a un clic de que los desenmascaren. Lo mismo ocurre con los estafadores, con los criminales que, hasta hace poco, podían esquivar la ley o desaparecer para siempre sin dejar rastro. Ahora, en cambio, lo más probable es que caigan como pichones por una multa de tráfico o por una indiscreta foto en Facebook en la que aparezcan tomándose una caipiriña en Búzios.

Pero tampoco es de la siempre apasionante historia de los malhechores y farsantes desenmascarados de lo que quiero hablarles, sino de otro efecto colateral de este mundo hiperconectado en el que vivimos y de cómo el exceso de información que recibimos a diario logra que uno esté más desinformado que nunca. También de cómo semejante sobredosis no solo hace que triunfe la trola, el infundio y el cuento chino, sino que, además, propicia la absolución del mentiroso. Esto es así no solo porque, como señaló el viejo Goebbels, una mentira mil veces repetida acaba convirtiéndose en verdad.

También, o mejor dicho sobre todo, porque en política, como en otros órdenes de la vida, el que resiste gana. He aquí algunos ejemplos. Tras su meteórica llegada a la Moncloa, Pedro Sánchez, aún bisoño, cometió la ingenuidad de entregar la cabeza de dos miembros de su gobierno, la del ministro de Cultura y Deporte y la de la ministra de Sanidad, antes de descubrir lo que su homónimo Donald Trump ya había descubierto mucho tiempo atrás. Que basta con poner cara de póker, aguantar el tirón durante una semana echando balones fuera para que se olvide cualquier inoportuna revelación por escandalosa que sea. ¿Que se me acusa de juego sucio con los rusos en mi campaña electoral o incluso de acoso sexual? La culpa es de las fake news y del The New York Times.

Así funciona este método de resistencia política que ha de practicarse impasible el ademán y tieso el tupé. Y la receta sirve para que se olvide todo, incluso las tropelías más brutales. Como el descuartizamiento del periodista Jamal Khashoggi a manos de los esbirros del heredero al trono de una satrapía amiga. Lo preceptivo es primero poner el grito en el cielo, amenazar con represalias y bravuconear un par de días para luego ir bajando el diapasón a la espera de que aparezca otro escándalo que eclipse tan incómoda e inoportuna infamia. Y, por supuesto, aparece, porque otro de los fenómenos inquietantes de estos tiempos atropellados es que cada vez se desdibujan más esas líneas rojas que entre todos nos hemos dado y antes nadie se atrevía a sobrepasar: las que velan por que no se infrinjan ciertas normas elementales, las que hacen que los delitos –los cometa quien los cometa– tengan su castigo…

Por eso, la verdad ya no es la verdad ni la mentira es la mentira. Nadie es responsable de nada porque basta con esperar un par de semanas y todo se pasa, todo se enfría, todo se olvida. Y a todos los poderosos y a todos los partidos políticos les viene de perlas esta amnesia general. Porque, si por un lado un mundo hiperconectado hace más fácil destapar sus miserias, esa misma sobredosis informativa logra que toda infamia dure lo que un suspiro. Y mientras evoluciona y crece este carnaval de escándalos, nosotros, asombrados ciudadanos, nos preguntamos: ¿cuál será el límite ahora que ha desaparecido todo límite?

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